Ser médica de familia

CTXT, Febrero 2023

Aunque pueda consultar en la historia clínica las enfermedades, medicamentos y cirugías, lo que me distingue del resto de profesionales que atienden a mis pacientes es lo bien que les conozco tras ocho años

Nuria Jiménez Olivas, médica de familia del Centro de Salud Daroca, en Madrid.

Me recuerdo desde niña queriendo ser médica; estudié muchísimo y durante mucho tiempo para conseguirlo, y en cuanto pisé por primera vez la consulta de un centro de salud supe sin duda que quería trabajar allí. Esa era la medicina que yo quería hacer.

Ser especialista en medicina familiar y comunitaria es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida. Qué suerte tengo de trabajar en algo que me gusta tanto y que es tan útil e importante para la sociedad. Algunos pueden pensar que me paso el día metida en una consulta delante de un ordenador rellenando informes, despachando recetas y atendiendo pacientes hasta el infinito uno tras otro sin parar… y lo cierto es que a veces es así, porque una parte de la población, de los gestores y políticos están empeñados en que sea así. Pero eso no es la Atención Primaria, ni mucho menos, y si tuviéramos conciencia de lo que es en realidad, nos echaríamos las manos a la cabeza al pensar en cómo la estamos maltratando en nuestro propio perjuicio.

Tener la misma médica de familia durante años disminuye la probabilidad de enfermar y de morir. Así que lo más importante en Atención Primaria es tener asignada a la misma profesional el mayor tiempo posible y que esta te conozca bien. Para eso hacen falta muchas consultas, muchas visitas, muchas conversaciones… en resumen, hace falta mucho tiempo. Y en la sociedad actual en la que la inmediatez nos arrolla día a día, la medicina de familia, con sus beneficios a largo plazo, lleva claramente las de perder. Es lo que hay.

 

 

Sin embargo, mis pacientes lo tienen claro: si no les atiendo yo se van; no les sirve cualquier profesional. Son ya ocho años con ellos (de los 23 que llevo como médica de familia) y hemos llegado a conocernos bastante bien. Aunque tenga perfectamente registrado en la historia clínica las enfermedades, los medicamentos o las operaciones, lo que me distingue a mí del resto de profesionales que atienden a ese paciente es lo bien que le conozco. Porque en estos ocho años habrá pasado por mi consulta una media de cuatro o cinco veces al año, he atendido a sus padres en sus últimos días de vida, le he acompañado durante sus duelos, he seguido su embarazo, su diabetes o su enfermedad cardiaca, le he diagnosticado de cáncer de colon, le he infiltrado su tendinitis, le he tratado todo tipo de dolencias leves y graves y he sido su referente en cualquier duda que le surgiera sobre su salud en este tiempo. Sé en qué trabaja, con quién vive, cuál es su religión y país de origen, cómo fue su infancia, qué estudios tiene… y soy capaz de saber con solo mirarle si está enfermo, solo asustado o viene a contarme una buena noticia. Pero es que además he estado en su casa varias veces y sé en qué condiciones vive, lo que tiene en la nevera y lo que le gusta leer; he ido al colegio de sus hijos a dar charlas sobre educación para la salud, he participado con él en algunas actividades de la Asociación de Vecinos del barrio, he hablado con su farmacéutica acerca de cómo se toma los medicamentos y he contactado con la especialista del hospital para ponernos de acuerdo en cómo tratar su patología. Hasta he probado su bizcocho de manzana y me he leído un relato corto que escribió para el periódico local, donde, por cierto, yo también escribo una columna de vez en cuando.

Detrás de todo lo anterior, mi día a día, se esconde una complejidad enorme. El trabajo de médica de familia es muy muy difícil; somos capaces de tomar decisiones complicadas en muy pocos minutos, con tan solo lo que nos cuenta el paciente (cada uno a su manera) y lo que vemos al explorarle. A eso se le suma la gran carga emocional que nos transmiten todas y cada una de las personas que atendemos, favorecida por la confianza de años de relación. Nosotras no disponemos de alta tecnología ni aparatos de última generación para llegar a un diagnóstico exacto: trabajamos todo el tiempo con probabilidades y con una incertidumbre constante que, si no sabes manejar, puede suponer un enorme estrés adicional. Es apasionante y terrible a la vez.

El trabajo de médica de familia es muy muy difícil; somos capaces de tomar decisiones complicadas en muy pocos minutos

Es imposible ser una buena médica sin seguir estudiando, estamos aprendiendo todo el tiempo: nuevas enfermedades, nuevos tratamientos, nuevas tecnologías… y tampoco es posible ejercer la medicina si no te gusta la gente. Por eso no solo hay que formarse en la parte científica, sino también en la humanística, porque los pacientes no son enfermedades, son personas con toda su complejidad, y la salud y la enfermedad no son lo mismo para todas ellas.

Hay que investigar, innovar, avanzar, imaginar nuevas formas de atención y de gestión que sepan llegar a la verdadera esencia de la medicina de familia y aprovechar todo su potencial manteniendo la equidad, la continuidad, la accesibilidad… en definitiva, defendiendo el derecho a la salud. Las nuevas generaciones de futuras médicas de familia que ahora se sientan a mi lado en la consulta se enfrentan a un gran reto en los próximos años, porque prestar unos cuidados y una atención sanitaria de calidad con los recursos económicos, humanos y materiales que tenemos en la actualidad es completamente imposible.

Creo que no somos conscientes del gran beneficio individual y colectivo de disponer de un sistema sanitario público y universal que garantiza nuestro derecho a la salud, y del papel imprescindible que juega en él la Atención Primaria. Su supervivencia es responsabilidad de todos: pacientes, profesionales, gestores y políticos.

¿De verdad vamos a dejar que desaparezca?

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Nuria Jiménez Olivas es médica de Familia y Comunitaria en el Centro de Salud Daroca, en Madrid.

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