DE SALUD, SANIDAD Y DETERMINANTES, infoLibre publica parte del primer capítulo de Se vende sanidad pública, escrito por su coordinador, Juan Antonio Gómez Liébana, enfermero y miembro de la Coordinadora Anti-Privatización de la Sanidad. El libro sale a la venta el 6 de marzo y está editado por Catarata.
La expropiación de los saberes populares (desposesión) y de la autonomía individual y colectiva nos anulan. Al mismo tiempo que la extensión indiscriminada de sistemas altamente tecnificados (creados para responder a necesidades más complejas y no a los procesos más comunes) estrangulan la creatividad, destruyen la autonomía y pervierten las propias necesidades. Por otra parte, aunque ha aumentado el acceso a la información sobre procesos médicos gracias a Internet y otros medios, ha descendido el poder de decisión, se han perdido habilidades y se ha incrementado la dependencia de los profesionales. No obstante, algunos estudios dejan entrever que, a mayor nivel de información de los pacientes, más conservadores podrían volverse respecto a algunas actuaciones médicas como son el consumo de los denominados “fármacos preventivos”, la decisión de someterse a la extirpación de la hiperplasia benigna de próstata o a la histerectomía (Márquez y Meneu, 2007).
Consecuentemente con su concepción monolítica, el MMH desprecia o persigue cualquier otra concepción de la enfermedad o saberes que cuestionen las prácticas médicas vigentes. Las denominadas medicinas alternativas, también influidas por relaciones de poder y de mercado, son tachadas de no científicas, aunque algunas de ellas tengan desarrollos milenarios y hayan demostrado sobrada eficacia para determinados procesos.
Recuperar la autonomía, los saberes de prácticas ancestrales que han demostrado efectividad, promover aprendizajes y procesos de autoatención, ya sean derivados de las “medicinas alternativas” como de la medicina alopática, son parte de los objetivos posibles. Y no hemos de olvidar el imprescindible cuestionamiento crítico de dirigirnos a las raíces de los problemas. Porque no es posible enfrentar las enfermedades de nuestra civilización sin actuar contra los modos de vida que las producen.
Descentralizar para democratizar.
Plantear el reto de la democratización implica actuar sobre dos niveles: la salud y la medicina o, lo que es lo mismo, el sistema sanitario.
Democratizar la salud es apuntar a cambiar la vida y transformar la sociedad y las condiciones de vida. Este reto conlleva la creación de sistemas de poder popular. En salud eso implica actuar contra los procesos y los determinantes que producen la enfermedad y la explotación. Trabajar construyendo las bases hacia una sociedad autogestionaria, con herramientas técnicas menos complejas, decrecentista, centrada en las necesidades humanas y libre de los estigmas del mercado y del capitalismo (Weinstein, 1977).
Democratizar la medicina implica necesariamente actuar contra los intereses económicos y corporativos que dirigen actualmente la megamáquina sanitaria, prohibir el ánimo de lucro y establecer sistemas democráticos de control. Aunque esto, por sí solo, no cambia las relaciones sociales de producción (Weinstein, 1978).
Frente a los que propugnan soluciones del tipo “profesionalización de la gestión”, defendemos la descentralización y democratización real de la gestión de los servicios sanitarios. Esto implica, de entrada, un modelo de participación social en salud absolutamente diferente de las escasas experiencias existentes, centradas en la autorresponsabilidad personal, la culpabilización del individuo y la relegación del papel de estructura social, el Estado y el mercado.
Cuando la “participación” se ha promovido por las administraciones, se ha utilizado en el marco puramente asistencial para lograr objetivos interesados (promoción de campañas de vacunación…), nunca para organizar a la población en la lucha contra los determinantes o para la toma de decisiones. Esto sería un riesgo político por la posibilidad de que se constituyan bases para la autonomía (Menéndez, 1998).
Tampoco podemos olvidar que las experiencias existentes demuestran la existencia de procesos de movilización de la población para lograr acceder a determinadas necesidades básicas (vivienda, agua, centros educativos o sanitarios, fármacos). Pero existen menos ejemplos de luchas sostenidas por la salud o contra las causas profundas, quizás producto de los valores inmediatistas que impregnan nuestra sociedad (luchas contra incineradoras y otras industrias tóxicas o contra las patentes, por ejemplo).
Es cierto que la autogestión de pequeños centros es factible, tal y como han demostrado las crisis griega y argentina, pero incluso la de hospitales no es imposible. No olvidemos que las direcciones siempre han desempeñado labores políticas, no técnicas. Los grandes centros sanitarios podrían ser subdivididos en departamentos o conjuntos de servicios para hacer más accesible la gestión democrática. La experiencia del hospital griego de Kilkís es clara. Durante varias semanas, los trabajadores mantuvieron en funcionamiento el centro mediante asambleas de control y sin los gestores que la elite política había impuesto. Mejoraron la asistencia pese a los escasos medios de que disponían, lo que ya es un paso significativo respecto a la gestión estatal o privada.
En nuestra realidad, en cada ámbito territorial sería deseable la constitución de comités de base que: 1) coordinen las luchas contra la privatización de los centros sanitarios; 2) exijan el establecimiento de mecanismos de acceso a la información que garanticen transparencia absoluta; 3) promuevan la creación de mecanismos de participación real junto con los trabajadores de los centros sanitarios, y 4) exijan el cambio de enfoque del sistema hacia la salud colectiva y no solo hacia la enfermedad.
Sin embargo, si estos comités “mixtos” de usuarios y trabajadores solo debaten sobre inversiones y reglamentaciones, y no cuestionan la orientación del sistema, lo legitimarán. Además, dicho sistema será capaz de asumirlos e integrarlos para conservar sus funciones esenciales. Es preciso, por tanto, el cuestionamiento tanto del modelo capitalista como del modelo médico imperante. Hay que poner en marcha procesos en los que cada individuo conozca los factores que influyen negativamente en su salud y actuar contra ellos. A la vez, hay que denunciar el papel de la medicina oficial como pantalla de los problemas sociales (Weinstein, 1978) mientras se va rompiendo la visión equivocada de identificar medicina con salud. En definitiva, es un proceso de politización para romper la alienación y la dependencia de los “expertos”, ya que los determinantes de la enfermedad deben y pueden ser enfrentados entre todos, superando la dicotomía experto-población.
Trataremos de esbozar una serie de ejes sobre los que pensamos que debería de trabajarse para cambiar el sentido que ha tomado el sistema sanitario.
Elaboración de diagnósticos de salud que identifiquen los elementos que están influyendo en la mortalidad y en la morbilidad de cada zona: este es un aspecto prácticamente abandonado, ya que tras 30 años de aplicación de la Ley General de Sanidad no se ha avanzado apenas, a pesar de la existencia de graves desigualdades territoriales entre el norte y el sur del territorio (Benach y Martínez, 2013).
Actuaciones sobre el consumo y la producción de tabaco, alcohol y sobre la industria alimentaria (sobre todo en lo relativo a los alimentos ultraprocesados). Esto generará, sin duda contradicciones, ya que implicaría la destrucción de puestos de trabajo en estos sectores. Por ejemplo, mientras se nos pide que apoyemos a los trabajadores de CocaCola, nos encontramos con que estas empresas son responsables de cientos de miles de muertos por consumo de sus bebidas azucaradas.
El cambio climático ha sido causado en gran medida por solo 90 corporaciones que han lanzado a la atmósfera dos tercios de los GEI (gases de efecto invernadero) generados desde el inicio de la era industrial, de los cuales la mitad ha sido emitida en los últimos 25 años, desde 1986, cuando ya las corporaciones y los gobiernos sabían de la relación entre las emisiones de GEI, el calentamiento global y los problemas para la salud de la población. La contaminación atmosférica y la movilidad basada en el automóvil son responsables de 27.000 muertes prematuras al año en España, 400.000 en la UE y 7 millones en el mundo, que ya están provocando la reducción de la esperanza de vida. Según la propia OMS, 37 millones de españoles respiran habitualmente aire contaminado y se cuantifican 2.000 fallecimientos prematuros anuales en España por la exposición a elevados niveles de ozono. La Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) reconocía en 2013 que el 90% de la población urbana de la UE estaba expuesta a concentraciones de alguno de los contaminantes atmosféricos más perjudiciales para la salud. Dos años después, la cifra ya ascendía al 98% de la población urbana, lo que podría ser incluso más grave dado que la contaminación atmosférica puede resultar nociva aún en concentraciones inferiores a lo que establecen las autoridades. La propia OMS estima que las causas ambientales representan el 18-20% de la carga global de la enfermedad en toda la región europea.
Actuaciones sobre el ruido. Más de 125 millones de europeos soportan niveles de ruido que superan las recomendaciones de la UE (65 decibelios para el día y 55 para la noche). Se estima en unas 10.000 el número de muertes prematuras anuales achacables al ruido. El nivel de ruido diurno en Madrid está relacionado con 1.048 muertes por problemas cardiovasculares y 1.060 por enfermedades respiratorias en mayores de 65 años.
Actuaciones sobre la creciente desigualdad (Wilkinson y Pickett, 2009) y los problemas socioeconómicos (desempleo, deudas, vivienda, exclusión, etc.). Afectan psicológicamente a los individuos y generan situaciones de estrés cró nico. Desde los estudios Whitehall se sabe que el estrés crónico es una de las principales causas de muchas de las enfermedades actuales. Son factores ligados al modo de vida: el estatus social bajo, la falta de relaciones sociales y el estrés en las primeras etapas de la vida (Wilkinson y Pickett, 2009), la destrucción de formas de vida cooperativas y de apoyo a la comunidad… Todos ellos provocan estrés y la supresión parcial del sistema inmunológico por elevación del cortisol. Mecanismos fisiológicos a través de los cuales se puede producir patología. Ante esto, ¿cómo ha respondido la medicina? No actuando sobre las causas, “sino destruyendo la capacidad del órgano para responder a la causa, quitando el órgano o cortando sus conexiones con el cerebro” (Eyer y Sterling, 1977). Es decir, de nuevo actuando sobre los síntomas y ocultando las causas.
En definitiva, es necesario un replanteamiento de los objetivos del sistema sanitario hacia la cobertura de las necesidades de la población, y no los intereses del complejo médico-industrial. El régimen capitalista, sea neoliberal o de Estado, puede dedicar muchos recursos al sistema sanitario (el caso de Estados Unidos es paradigmático), pero no puede orientarlo hacia la salud colectiva, sino hacia el “crecimiento” continuo. Para ello necesita generar continuamente enfermedad como negocio, ya que los pacientes son el combustible o la materia prima que retroalimenta al sistema. El paciente pasa de ser alguien con necesidades a alguien a quien se necesita (McKnight, 1981: 67). Consecuentemente, y en lo que respecta a los profesionales, tanto el sector médico, limitado cada vez más exclusivamente al diagnóstico y al tratamiento (absolutamente necesarios), como el de enfermería, embaucado en la creación de un supuesto espacio propio (“diagnósticos enfermeros”, etc.), han abandonado cualquier actuación sobre los productores de enfermedad, y por tanto de promoción de la salud colectiva.
Como reflexión. Nos encontramos inmersos en una crisis económica, civilizatoria, de recursos y medioambiental, cuyo síntoma más alarmante es el cambio climático antropogénico. Estamos asistiendo al fin de una época en la que el aparato productivo ha estado centrado en la producción de bienes y servicios no destinados a satisfacer las necesidades básicas, sino a mantener la dinámica capitalista de crecimiento y consumo continuo de pseudonecesidades.
Estamos asistiendo al desmantelamiento del estado social (que el capitalismo ya no necesita mantener), con el consiguiente incremento incesante de las bolsas de exclusión.
Mientras, las redes de solidaridad tradicionales han desaparecido, y hemos perdido en gran parte nuestra autonomía y capacidades para solucionar problemas básicos. A pesar del reiterativo discurso de cercanas soluciones científico-técnicas capaces de solucionar los graves problemas a los que nos enfrentamos, desde el inicio del siglo las invenciones y el sistema tecnológico han sido incapaces de hacer aumentar la producción. Se han centrado en el sector diversión y comunicación, con la miniaturización de los sistemas, cada vez más inteligentes y con más prestaciones. Pero incapaces de mejorar las condiciones de existencia de la mayoría de la población, como pudieron hacerlo en otros momentos la electricidad o los antibióticos.
Por su parte, la “izquierda del capital” nos promete una vuelta imposible al “paraíso del consumo” mediante el apuntalamiento de las instituciones y la democracia parlamentaria, en las que nunca creímos. Y mientras, ocultan que los plazos se agotan, que el momento es revolucionario, que cualquier retraso en la actuación sobre las causas profundas limitándose a lo sintomático solo retardará la solución y nos situará en peores condiciones de abordarla.
En este complejo escenario, las salidas están por construir, pero intuimos las líneas generales que deberían alumbrarnos. Y estas no son fáciles. Tampoco son atractivas para gran parte de la población, ya que implican aceptar una reducción drástica del consumo y el abandono de parte de las comodidades a las que nos hemos acostumbrado en las últimas décadas. Se impone la austeridad, que no miseria, ya que es posible vivir mejor con menos, en nuevos escenarios que implicarán un proceso de decrecimiento y destecnologización.
En el campo sanitario hay que extender el debate entre lo “rentable” y lo útil, entre lo técnicamente posible y las necesidades de la mayoría de la población. La mayor parte de las enfermedades no requieren la altísima tecnología creada para tratar a los enfermos graves y pueden ser abordadas en centros sanitarios de complejidad baja. La medicina altamente especializada, muy útil en un pequeño porcentaje de pacientes, no es necesaria en el resto de la población. Y su utilización indiscriminada es uno de los principales problemas actuales. Apenas unos centenares de medicamentos son suficientes para tratar la inmensa mayoría de las enfermedades y posiblemente pequeñas empresas descentralizadas puedan ser capaces de producir estos medicamentos básicos. Una sociedad inteligente es la que promueve la salud colectiva y no deja en manos del lucro ni la definición de lo que es salud y enfermedad ni el propio proceso asistencial.
Mientras, estamos inmersos en un sistema que nos impone a la mayoría un tipo de “servicios públicos” que no deseamos, diseñados como una mercancía para generar beneficios para una minoría. Soñamos con otra forma de vivir, pero nos fuerzan a sobrevivir en un mundo que criticamos y en el que nos vemos atrapados y envueltos en mil contradicciones, pero ello no invalida que debamos de luchar por lo que mañana puede ser realidad, como nos ha demostrado la historia. Desde la jornada de ocho horas al resto de transformaciones sociales, todas fueron conquistas hechas con sangre, sudor y lágrimas. No fueron gratuitas.
Sabemos que el sistema es capaz de absorber y mercantilizar casi todo, pero queremos soñar con otro mundo, y para ello es necesario multiplicar los conflictos, aflorar las contradicciones del sistema capitalista, no delegar en nadie la resolución de nuestros problemas y mantener la llama de la rebelión encendida. Porque el camino de la revolución pasa por avanzar hacia la cobertura de las necesidades básicas mediante sistemas no mercantilizados, basados en la recuperación de lo colectivo y la autogestión.