FUENTE: Eldiario.es / Martin Pallin. Hace unos días saltó a los medios de comunicación lo sucedido a una ciudadana, que además es médico, cuando solicitó al Servicio de Ginecología del Hospital Clínico de San Carlos de Madrid una interrupción voluntaria del embarazo ante el catastrófico diagnóstico que le esperaba al feto, expuesto, si llegaba a término, a respirar pero no a vivir en condiciones aceptables para la dignidad de la persona humana. La respuesta negativa que recibió procede de un servicio médico de un Hospital integrado en el Servicio Público de Salud. Todos los profesionales del Servicio se habían acogido, en bloque, a su derecho a la objeción de conciencia que les concede la Ley Reguladora de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. La ley de 2010 no es, como predican algunos, una ley de aborto sino de reconocimiento del derecho inalienable de la mujer a decidir algo tan personal y con tantas vertientes emocionales, psíquicas y morales, como es poner fin a un embarazo, si se cumplen los requisitos y concurren las circunstancias que exige la ley.
La objeción de conciencia es un derecho individual de cada uno de los médicos, pero en ningún caso puede paralizar el funcionamiento de un servicio de un Hospital Público. En este punto la ley reguladora es tajante. La Sanidad pública no puede permitir, y así lo dice textualmente, que la calidad asistencial de la prestación de la interrupción voluntaria del embarazo pueda resultar menoscabada. Los profesionales del servicio que recibieron esta petición conocían perfectamente el diagnóstico sobre la viabilidad del feto debido a la concurrencia de circunstancias adversas.
Disponían de un diagnóstico prenatal en el que de una manera imposible de rebatir, describía las patologías y las calificaba como un «pronóstico infausto» si no se ponía fin al embarazo. Me cuesta trabajo admitir que un profesional de la medicina, por muy profundas que sean sus convicciones religiosas, permanezca insensible ante la descripción pormenorizada de todas las secuelas que en ese momento y en el futuro podría padecer el feto si llegaba a término. O sus convicciones no son tan profundas o la religión que practican predica la crueldad y el castigo. Los médicos, en ningún caso, como les recuerda una fórmula anglosajona del juramento Hipocrático, deben jugar a ser Dios.
Desde tiempos remotos los médicos han asumido, como compromiso ético, el denominado Juramento Hipocrático. Su contenido original se ha ido adaptando al avance de las ciencias médicas y a los textos que proclaman los derechos humanos reconocidos en todas las Constituciones democráticas. La Organización Mundial de la Salud y las Convenciones internacionales como la Convención de Ginebra de 1948, reformulada en Chicago en el mes octubre de 2017, establecen como obligaciones deontológicas: respetar la autonomía y la dignidad de los pacientes, dedicar su vida al servicio de la humanidad, velar por su salud y no permitir que sus creencias religiosas se interpongan entre sus deberes y los pacientes.
Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, explica para quien quiera entenderlo que: «el desarrollo de la sexualidad y la capacidad de procreación están directamente vinculados a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de la personalidad y son objeto de protección a través de distintos derechos fundamentales. La decisión de tener hijos y cuándo tenerlos constituye uno de los asuntos más íntimos y personales que las personas afrontan a lo largo de sus vidas, que integra un ámbito esencial de la autodeterminación individual. Los poderes públicos están obligados a no interferir en ese tipo de decisiones, pero, también, deben establecer las condiciones para que se adopten de forma libre y responsable, poniendo al alcance de quienes lo precisen servicios de atención sanitaria, asesoramiento o información».
El legislador introduce en nuestro ordenamiento las definiciones de la Organización Mundial de la Salud sobre salud, salud sexual y salud reproductiva y prevé la adopción de un conjunto de acciones y medidas tanto en el ámbito sanitario como en el educativo. Por su parte, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, en su Resolución 1607/2008, de 16 abril, reafirmó el derecho de todo ser humano, y en particular de las mujeres, al respeto de su integridad física y a la libre disposición de su cuerpo y en ese contexto, a que la decisión última de recurrir o no a un aborto corresponda a la mujer interesada y, en consecuencia, ha invitado a los Estados miembros a despenalizar el aborto dentro de unos plazos de gestación razonables. La interrupción voluntaria del embarazo se llevará a cabo en un centro sanitario público y, en su caso, en un centro privado acreditado y autorizado.
El artículo 43 de nuestra Constitución proclama, como un principio rector de la política social, la protección del derecho a la salud e impone a los poderes públicos la obligación de organizar y tutelar la salud pública por medio de las prestaciones y servicios necesarios. Añade que el acceso y las prestaciones sanitarias se realizaran en condiciones de igualdad efectiva, entre mujeres y hombres, evitando que, por sus diferencias físicas o por los estereotipos sociales asociados, se produzcan discriminaciones entre ellos en los objetivos y actuaciones sanitarias. Las administraciones públicas competentes organizarán y desarrollarán todas las acciones sanitarias a las que se refiere este título, dentro de una concepción integral del sistema sanitario.
Nuestra Constitución solo reconoce expresamente la objeción de conciencia a la prestación del servicio militar. Derecho ya inoperante al haberse suprimido su obligatoriedad. El Tribunal Constitucional, antes de la promulgación de la Ley de interrupción voluntaria del embarazo, admitió la existencia de un derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario, basándose en que forma parte del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución. Sin perjuicio de un necesario debate sobre esta decisión, lo cierto es que la ley reguladora de la interrupción voluntaria reconoce la objeción de conciencia individual, en ningún caso colectiva, siempre que se expresen las motivaciones y se anote en los registros correspondientes.
Los Hospitales del servicio público de salud no pueden, metafóricamente, ejercer indirectamente la objeción de conciencia, dejando de ofrecer esta prestación sanitaria. No es admisible la pasividad de los poderes públicos ante el incumplimiento flagrante de las obligaciones constitucionales, legales, morales, éticas y deontológicas que deben asumir los profesionales de un servicio médico hospitalario y, lo que es más grave, el cierre de la prestación sanitaria a la interrupción voluntaria del embarazo. Esta pasividad y tolerancia es inconstitucional y pone en peligro la vida y la salud de muchas mujeres.
No parece que el cumplimiento estricto de las obligaciones que debe asumir el Servicio Público de Salud sea una tarea complicada. Se puede reforzar el servicio con profesionales no objetores o con traslados como los que hemos visto últimamente con motivo de la pandemia. Existen variantes que pueden evitar el intolerable abandono, por parte de las autoridades públicas y sanitarias, de sus obligaciones constitucionales.