Jose G.-Valdecasas Campelo y Amaia Vispe Astola
Como podemos leer en la nunca bastante valorada Wikipedia, de acuerdo a los “Hechos de Pedro”, uno de los primeros libros apócrifos acerca de los hechos de los apóstoles, en el año 64 de nuestra era el emperador romano Nerón comenzó una persecución contra los cristianos que llevó a San Pedro a huir de Roma por la Vía Apia. En el camino, Pedro se encontró (¿tuvo una alucinación visual compleja?, ¿relató luego un recuerdo delirante?; ah, la psiquiatría siempre tan aburrida…) con Jesucristo, que iba cargando con una cruz.
Pedro preguntó: “Quo vadis, Domine” (“¿adónde vas, Señor?”), a lo que la visión le respondió: “Romam vado iterum crucifigi” (“voy hacia Roma para ser crucificado de nuevo”). Ante esto, San Pedro, avergonzado, vuelve a Roma para continuar sus predicaciones siendo finalmente martirizado y crucificado cabeza abajo. En el lugar de su muerte, según la tradición, se levanta hoy la Basílica de San Pedro de la Ciudad del Vaticano y Roma es el centro absoluto de la cristiandad.
Esta leyenda tiene, evidentemente, un mensaje. Hay momentos en la vida de un ser humano y en la Historia de una sociedad, en que se plantea una cierta elección, un cruce de caminos se abre y es necesario elegir: volver a Roma o huir lejos. Sin duda, la elección es más evidente cuando afecta a una única persona o, al menos, sus efectos lo son: huir te lleva a salvar la vida y volver te lleva al martirio (y de paso a fundar el Cristianismo y la Iglesia Romana, otra cosa es que eso te compense el sacrificio o no). Naturalmente, en el momento de elegir no puede uno conocer las consecuencias exactas de tal elección, pero sin duda deben ser asumidas como propias: Pedro conocía el riesgo pero no quiso abandonar su misión. Por otra parte, cuando es una determinada sociedad la que se encuentra en la encrucijada, no elige como un solo individuo, sino que el camino por el que se transitará dependerá de elecciones individuales de sus miembros y de la capacidad de generar con ellas un movimiento popular que las trascienda.
Creemos que la psiquiatría se encuentra en un momento tal, en un cruce de caminos en el que se juega no tanto su existencia sino de qué manera va a existir en las próximas décadas. La psiquiatría, como dispositivo de control social de la locura (o, más recientemente, del malestar) y como disciplina de estudio de la conducta humana considerada anormal, no puede no existir en una sociedad dada o, al menos, no en las sociedades que hemos conocido hasta ahora. Sin embargo, qué tipo de psiquiatría funcione, cómo se manejen esos fenómenos o cómo se estudien esas conductas, está sujeto a discusión y puede ser cambiado.
La encrucijada en que se encuentra la psiquiatría actualmente, planteamos, no es del todo nueva. Ya ha habido elecciones previas entre psiquiatría psicoanalítica y psiquiatría biológica, entre psiquiatría oficial y antipsiquiatría, etc., pero nos detendremos en la que nos atañe. La psiquiatría actual sigue un modelo que ha dado en llamarse biologicista (o más adecuadamente y como no nos cansamos de denunciar (1), biocomercial), con el que casan más o menos bien modelos psicológicos cognitivo-conductuales y algunas otras variedades. A partir de los años 80 del siglo pasado, coincidiendo con la aparición del DSM-III de la APA y de los nuevos, caros y falsamente publicitados como inocuos antidepresivos ISRS, devino hegemónica esta psiquiatría biologicista, que pone todo el acento en lo somático, en busca de causas que no terminan de aparecer y en base a tratamientos cada vez más caros de eficacias escasas y riesgos no despreciables. Esta psiquiatría biologicista hegemónica recibía, hasta comienzos del siglo XXI, críticas por parte de orientaciones psicoanalíticas o sistémicas, sin mayor repercusión. Es en 2001 cuando Bracken y Thomas (2) publican en el British Medical Journal el que hemos considerado artículo fundacional de la postpsiquiatría, titulado en castellano (3) precisamente: “Postpsiquiatría: un nuevo rumbo para la salud mental”.
Este artículo, en cierto sentido, dio un pistoletazo de salida para lo que vino después. No tanto como iniciador de un movimiento que es tremendamente variado y diverso sino más bien como síntoma de algo que empezaba: un cuestionamiento cada vez mayor a la teoría y práctica psiquiátrica oficial no solo desde los márgenes de la disciplina o desde paradigmas enemigos, sino por parte de profesionales respetables, que escribían en revistas aún más respetables y que se alineaban dentro de los parámetros del método científico y la medicina basada en la evidencia, como quedo patente en un articulo posterior (4) firmado por los mismos Bracken y Thomas junto a otros veintisiete autores, entre los que se encontraban los más que conocidos Sami Timimi o Joanna Moncrieff. En este segundo trabajo, publicado en 2012 en el British Journal of Psychiatry, ya no se hace mención expresa al término “postpsiquiatría”, pero se profundiza en ese camino: un cuestionamiento directo a lo que se denomina el “paradigma tecnológico” en la psiquiatría actual, con amplia referencia a múltiples estudios que atacan las creencias previamente establecidas (y fomentadas por la perversa connivencia entre la industria farmacéutica y los profesionales sanitarios) sobre eficacias y seguridades de los psicofármacos o el electroshock, dejando constancia de que muchas veces dichas eficacias y seguridades no son tan positivas como hemos dejado que nos contaran durante mucho tiempo.
Este corriente, esta postpsiquiatría, parte de una determinada y explícita posición filosófica, anclada en la postmodernidad y defensora de un punto de vista narrativo y sin duda social. Un enfoque que, sin renunciar ni un ápice a la ciencia y su método, pretende rescatar el valor de la palabra y el discurso, pero no solo el de los profesionales, sino el de los pacientes, usuarios, ex-usuarios, sufridores o supervivientes de la psiquiatría (o como quieran llamarse cada uno, por delante de como queremos llamarles nosotros). En estos trabajos se hace referencia a los movimientos de escuchadores de voces, que tanto se han extendido en estos años, y a la necesidad ineludible de que los derechos de los pacientes y su visión de lo que les ocurre sean respetados y validados.
Desconocemos si Bracken y Thomas, o sus colegas, crearon realmente el término de “postpsiquiatría” o a su vez lo descubrieron en algún otro trabajo. No tiene mayor importancia. En cualquier caso, lo popularizaron y fueron la punta de lanza de lo que había de venir. ¿Y qué fue lo que vino después, desde la aún escasa perspectiva que dan los más de quince años transcurridos? El artículo original planteaba, o así creímos entenderlo nosotros, una idea interesante: frente a la psiquiatría oficial existente y hegemónica (aún hegemónica quince años después, debemos señalar) se había erigido en su contra la llamada antipsiquiatría. Bracken y Thomas señalaban con acierto los problemas de ambos enfoques maximalistas y situaban a la postpsiquiatría como posible síntesis superadora:
“La postpsiquiatría intenta avanzar más allá del conflicto entre psiquiatría y antipsiquiatría. La antipsiquiatría defendía que la psiquiatría era represiva y se basaba en una ideología médica errónea; sus defensores querían liberar a los pacientes de sus grilletes. Por otra parte, la psiquiatría acusaba a sus oponentes de estar mediatizados por su ideología. Ambos grupos coincidían en la suposición de que había un modo correcto de entender la locura, y que podría encontrarse la verdad acerca de la locura y el sufrimiento. La postpsiquiatría enfoca el asunto de otra manera. No pretende proponer nuevas teorías acerca de la locura, pero abre espacios en los que otras perspectivas, previamente rechazadas, pueden contemplarse. Y como punto crucial defiende que la voz de los usuarios y los supervivientes debe ser la principal”.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel fue un filósofo alemán que vivió entre el siglo XVIII y el XIX, de extraordinaria importancia en la historia del pensamiento occidental y de enorme influencia en diferentes corrientes posteriores. Hegel construyó el que para muchos fue el último gran sistema filosófico capaz de explicarlo todo. Y, en el caso del idealismo hegeliano, “todo” significaba realmente “todo”. La historia de la humanidad, el desarrollo del universo, el devenir del espíritu, todo se desplegaba ordenadamente siguiendo un camino ineludible hacia la perfección. Este despliegue funcionaba en base a enfrentamientos entre polos opuestos, llamados tesis y antítesis, de los que surgía una estadío posterior y superior, una síntesis, capaz de aunar lo mejor de las dos posiciones previas enfrentadas. El progreso se convertía en algo inevitable y cualquier aparente fracaso, cualquier mal, resultaba ser solo el paso necesario para llegar a una mayor perfección.
Desde nuestro punto de vista, el planteamiento de Bracken y Thomas de la postpsiquiatría como síntesis superadora de psiquiatría y antipsiquiatría es deudor de un punto de vista hegeliano, optimista por naturaleza, que ve el triunfo del progreso como algo no ya posible o probable, sino directamente inevitable (en nuestro caso, el dejar atrás psiquiatría y antipsiquiatría para alumbrar una postpsiquiatría que supere los defectos de ambas y se convierta en un verdadero instrumento de ayuda para la gente con problemas de salud mental, sea eso lo que sea).
Y durante años, compartimos este optimismo hegeliano. Cada vez más signos a nuestro alrededor nos indicaban el avance de los tiempos, nos hacían creer en un zeitgeist liberador que superara todos los males de la psiquiatría actual: el paternalismo hacia las personas que atendíamos, la medicalización y psiquiatrización de cualquier malestar, la corrupción por parte de los intereses económicos de la industria farmacéutica… Todo ello estaba próximo a su fin. Pensábamos que el hecho de cada vez más voces de profesionales -Moncrieff (5), Ortiz (6), Desviat (7), Read (8), Bentall (9), Gøtzsche (10), Goldacre (11), De la Mata (12), nosotros mismos (13)…-, de usuarios o supervivientes de la psiquiatría -Fernando Alonso (14), Juan M.R. (15), Joan García (16)…-, o gente de otros ámbitos, como el periodismo -Whitaker (17), Lane (18)- o la antropología -Correa-Urquiza (19)-, harían inevitable que no solo profesionales o pacientes sino la misma opinión pública, se alzará pidiendo -no, ¡exigiendo!- un cambio en la psiquiatría, una postpsiquiatría. Un poco a la manera como Sócrates defendía que el ser humano, al ser confrontado con el bien, con lo correcto, no podía evitar seguirlo, sin duda alguna. Un camino que, por desgracia, le llevó directo a la cicuta. Nosotros no hemos acabado ahí, desde luego, pero no hemos visto cumplido nuestro sueño, hemos perdido nuestro optimismo. Ya dijo Sartre que el ser humano interpreta el signo como prefiere. Y nosotros caímos en esa interpretación que no se ha demostrado correcta.
En los más de quince años transcurridos, es cierto que han pasado muchos casos y muchas cosas. Sin duda se ha avanzado. Es hoy objeto de debate en varios parlamentos autonómicos la cuestión de las sujeciones físicas a personas con problemas de salud mental, exigiéndose auditorías y protocolos que delimiten y, sería la meta última, ignoramos si alcanzable, prohíban esa práctica. Cada vez más profesionales son conscientes de la no inocuidad de los psicofármacos que prescribimos y se preocupan por los potenciales efectos secundarios graves sobre todo a largo plazo que pueden aparecer. Ya no es en absoluto raro ver en congresos y jornadas de salud mental a personas diagnosticadas como voces en primera persona que desde las mesas de ponentes o desde el público hacen valer su voz, su experiencia, su sufrimiento y su opinión, en terrenos antes totalmente vedados. También va aumentando la aparición de eventos formativos que son realizados con independencia de la industria farmacéutica, tanto en salud mental -y aquí hay que hacer mención a la decisión que la Asociación Española de Neuropsiquiatría viene tomando en esta dirección- como en otras especialidades y disciplinas. Les aseguro que cuando empezamos nuestra vida profesional, hace unos veinte años, cualquier cuestión de las arriba mencionadas era casi impensable. Por poner un último ejemplo, que creemos de especial interés, hace un tiempo se planteó un pequeño debate en una red social acerca de un artículo (20) titulado: “¿Hay lugar para el consentimiento informado en los tratamientos de las personas con psicosis? Una reflexión sobre el tratamiento de las psicosis”. El asunto no es baladí: una larga tradición en psiquiatría, aún mucho más vigente de lo que debería, defiende que el paciente debe hacer lo que se le diga “por su bien” y que no ha lugar a que pueda negarse a un determinado tratamiento farmacológico o de otro tipo. Un ex-usuario de la psiquiatría dijo que el hecho de que se planteara tal título como una pregunta era -no recuerdo el término exacto que empleó- ofensivo e inaceptable. Lo que muestra al mismo tiempo cuánto hemos avanzado y cuánto nos falta aún.
Cuando reflexionamos sobre estos avances, parece sencillo caer en la ilusión del progreso, de la inevitabilidad de esa postpsiquiatría que acabará con paternalismos, iatrogenias y corrupciones diversas. Sin embargo, como ya dijo Newton en su tercera ley, a cada acción siempre se opone una reacción igual pero de sentido contrario. Y eso ha ocurrido también en nuestro asunto. Cada vez son más frecuentes declaraciones y artículos de supuestos expertos cuestionando las críticas que desde distintos ámbitos se realizan a los riesgos del uso de antipsicóticos a largo plazo, o pretendiendo restar credibilidad a la voz de profesionales críticos (ya sea por no ser médicos, o por no ser psiquiatras o por…), o negando voz y voto a personas diagnosticadas que intentan hacer valer sus razones, bajo el argumento de que son “falsos positivos” (argumento genial: si cuestionas la psiquiatría en un foro público, es que no eras un auténtico paciente, si lo haces en uno privado, es que no tienes conciencia de enfermedad; la psiquiatría, como de costumbre, amaña las cartas para no perder nunca), etc., etc.
Y el caso es que el sistema psiquiátrico-industrial, lo que solemos llamar la psiquiatría biocomercial, es un entramado de intereses económicos y profesionales que tal vez llegue a ser invencible. La industria farmacéutica marca a la psiquiatría, sin excesivas resistencias por parte de esta, en lo referente a la hiperinflación de categorías diagnósticas, a la extraordinaria psiquiatrización de condiciones y malestares cuyo origen es la propia vida (o, cada vez con más frecuencia, los condicionantes sociales: desigualdad, paro, precariedad, pobreza…), al dominio absoluto sobre la investigación psiquiátrica y la más que relativa innovación farmacológica, desarrollando un marketing sobre la población (no se pueden anunciar fármacos de prescripción facultativa, pero sí enfermedades), sobre asociaciones profesionales o de familiares y usuarios y, por supuesto, sobre profesionales en su inmensa mayoría encantados de ser invitados a comer o a viajar por empresas cargadas de multas por comportamientos poco éticos o directamente criminales (21). Y el sistema psiquiátrico actual, contra el que pretendió alzarse la postpsiquiatría intentando rescatar todo lo positivo y acabar con lo negativo, colabora con los manejos de dicha industria y persiste negligentemente en sus vicios y errores: paternalismo desaforado hacia los pacientes, que muchas veces no son tratados como adultos con sus derechos sino como ciudadanos de segunda; medicalización de todo lo que pasa por la puerta de la consulta, sin saber redirigir lo que con frecuencia son problemáticas sociales al ámbito social donde puedan ser susceptibles de solución, en vez de enfocarlas en un ámbito individual donde no harán otra cosa que cronificarse, etc., etc.
Y este es un aspecto a destacar: parte de las críticas que hace la postpsiquiatría, o al menos algunos de los autores que con ella nos identificamos, se centra en que la psiquiatría está desempeñando una función de control social, situando y manteniendo como malestares individuales lo que son problemáticas sociales que deberían abordarse de forma colectiva. Aquí hay puntos de coincidencia claros entre la postpsiquiatría y fenómenos de crítica social y política que recorren Europa en los últimos años. Fenómenos de crítica al neoliberalismo imperante (22) y que apuntan a una conclusión evidente: no podrá haber un auténtico cambio en la psiquiatría si no hay simultáneamente un cambio más amplio en la sociedad. Un cambio que traiga un empoderamiento de la gente, una mayor democratización, que no se limite al hecho de votar de vez en cuando un representante u otro, un mejor reparto de la riqueza que disminuya la desigualdad existente, un enfoque de las políticas en las necesidades de las personas: pensiones, sueldos, becas, educación, sanidad, dependencia… y no en las necesidades de grandes empresas multinacionales o conglomerados bancarios de enormes beneficios privados y pérdidas adecuadamente socializadas de forma pública… Un cambio, yendo a lo concreto, que por ejemplo suponga la creación de una industria farmacéutica pública transnacional, que permita disponer de fármacos a precios razonables y que investigue en novedades que supongan una diferencia, más allá de cambios cosméticos en una molécula ya conocida para prolongar los beneficios de la patente. Un cambio que traiga una legislación que haga públicos todos los datos disponibles de los ensayos clínicos, hoy ocultos porque su revelación no conviene a los intereses comerciales de las empresas farmacéuticas que los han llevado a cabo. Un cambio que haga cumplir la ley en cuanto a autonomía del paciente y a su respeto como ciudadano con derechos y responsabilidades.
Karl Marx fue en cierto sentido un heredero de Hegel que siguió sus propios derroteros y del que suponemos han oído hablar. Marx analizó los condicionantes económicos de la sociedad, que consideró infraestructurales, más acá de superestructuras ideológicas o culturales. Para lo que nos ocupa, queremos señalar que también cayó en un cierto determinismo optimista: el capitalismo tenía insertas sus propias contradicciones y estas, inevitablemente, traerían a la larga el triunfo del comunismo. Por supuesto, pensadores marxistas posteriores han reelaborado estos planteamientos, pero creemos importante señalar la misma idea que antes: no llegará ese cambio, ya sea en la psiquiatría o en la misma sociedad, de forma inevitable. La lucha de clases no parece encaminada a su final con el triunfo de la clase trabajadora. El capital ha triunfado haciéndonos creer que la lucha de clases no existe. Y así nos va.
Y ante tanto pesimismo, ¿qué hacer? Pues como diría Horkheimer, por ejemplo, seguir luchando. Luchar aunque todo esté perdido y aunque no haya paraíso al final del camino. Luchar por todas las víctimas de la Historia, por todos los hombres y mujeres que lo hicieron antes que nosotros intentando convertir el mundo en un lugar mejor… Como nos gusta decir, luchar sin miedo y, si es preciso, sin esperanza.
No pensar que el triunfo es inevitable porque, desde luego, no es así. Pero tampoco pensar que es imposible. Existió la esclavitud y, en un momento dado, fue abolida. Hubo reyes absolutos en Francia y zares en Rusia y hoy no están. Morían niños en todas las familias por enfermedades terribles y hoy, al menos en nuestro rico occidente, raramente ocurre. Había democracias que, a pesar de llamarse así, condenaban a la mitad de la población, a las mujeres, a no tener los mismos derechos ni siquiera sobre el papel o a no votar, y hoy algo se ha avanzado. Y todo se logró porque determinadas personas pensaron que las cosas podían cambiar. Y lucharon por ello. Y lo consiguieron.
La postpsiquiatría es un intento de mejorar las cosas. Un intento de desarrollar una psiquiatría más útil para las personas que atiende y para la sociedad en la que funciona y, ante todo, menos dañina para todos. Señalaremos que la trinchera postpsiquiátrica está llena de opiniones y corrientes diversas, muchas veces enfrentadas a su vez, y la nuestra es solo una opinión más entre otras, sin pretender erigirnos en portavoces de nadie que no seamos nosotros mismos. El fin de nuestro optimismo originario y cierto presentimiento de derrota en el aire no resta un ápice a nuestra responsabilidad individual. A la de cada uno de nosotros.
Y, en el camino, ante la pregunta: ¿quo vadis?, responderemos siempre: a seguir luchando. Seguimos pensando que no vale mirar para otro lado ni huir a las montañas.