«Estamos ante una crisis estructural del capitalismo, pero no ante cualquier crisis. La de ahora no es como otras, por ejemplo, la de 1929. Es mucho más profunda, más letal desde todo punto de vista», comenzó diciendo Antunes.
—¿Qué es lo que la diferenciaría?
La de ahora está poniendo directamente en riesgo a la humanidad. Nos está llevando a las puertas de una guerra nuclear y [está] arrasando con el planeta a una escala sin precedentes. La guerra en Ucrania relanzó la producción de energías fósiles en todo Occidente. Van a calentar aún más el planeta. ¿Hasta qué grado? Y, en paralelo, se da una destrucción acelerada del universo del trabajo, con una acentuación hasta ahora desconocida de los niveles de precarización, de desempleo, de la contradicción entre el trabajo calificado y el trabajo precario. En Brasil hoy hay 12 millones de personas en desempleo abierto y un 40 por ciento de la mano de obra en la informalidad. La apariencia del fin del trabajo que se da en el Norte global esconde una expansión brutal del trabajo precarizado en el Sur. Este celular que tengo ahora en la mano no existiría sin un paso inicial: la extracción mineral en África, Asia, América Latina. Hasta su última pieza se fabrica en el Sur, y, por lo general, en condiciones bastante aberrantes para quienes lo hacen.
Yo no estoy de acuerdo con lo que dicen algunos grandes pensadores, como Toni Negri, André Gorz y Jürgen Habermas, que teorizan sobre el fin del trabajo. O con quienes afirman que estaríamos en una era industrial de servicios y, por lo tanto, en una suerte de poscapitalismo. Lo que hay es una recomposición del trabajo. En su fase actual, el capitalismo solo puede crecer destruyendo, y destruye básicamente en el Sur, aunque no solo, porque basta ver la situación de las poblaciones racializadas en Europa, en Estados Unidos. Y si observamos lo que sucede con los servicios, notaremos que, en todos lados, se han vuelto fuertemente capitalistas, en el sentido de que han sido privatizados, desde la seguridad social hasta las escuelas, pasando por las cárceles y, por supuesto, el agua, uno de los grandes temas de ahora. Desde el comienzo del siglo XXI se ha acelerado fuertemente ese proceso. El capitalismo hoy tiene una imposibilidad total de metabolización social.
—¿Es decir?
Lo que afirmaba antes: es cada vez más destructivo. Del trabajo, pero también de la naturaleza y del propio ser humano, con la profundización del racismo, de la opresión de género. En un libro que escribí hace ya muchos años [¿Adiós al trabajo?, de 1995], manejaba el concepto de esclavitud del siglo XXI para referirme a un futuro en el que la precarización se volvería estructural y se iría extendiendo progresivamente.
Decía que, así como en las épocas de la esclavitud los trabajadores eran vendidos, en la época contemporánea, de tercerizaciones, subcontrataciones, de precarización, el trabajador sería alquilado. Hablo, obviamente, de una esclavitud de nuevo tipo, no de aquella de siglos atrás. Cuando escribí aquel libro, hace casi 30 años, el trabajo precario no era tan común. Hoy es la norma. La informalidad se ha formalizado.
—Se está refiriendo a lo que usted llama el capitalismo de plataformas o capitalismo pandémico.
Sí, y a su expresión: la uberización del trabajo. El capitalismo hoy funciona con base en el modelo de Uber. ¿Y qué supone ese modelo? La supresión de los derechos del trabajador. Lo que ahora es cada vez más excepcional es el trabajo regulado, lo que equivale a decir con derechos. Un contrato genera derechos, y en la era de la uberización el trabajo está cada vez más divorciado del acceso y el ejercicio de derechos.
Hoy los empresarios apuntan a la flexibilización, a la individualización de las relaciones laborales. Los nuevos proletarios reciben paga únicamente por el trabajo realizado y no tienen protección social: son ellos mismos los que se la proveen, porque se trata de «autónomos» que no están sujetos a convenciones colectivas, por ejemplo. Lo peor es que este tipo de relaciones laborales –que se están generalizando a muchos sectores, incluso la industria y la agroindustria– son «vendidas» como favorables al trabajador, que ganaría en independencia, en control sobre su propio tiempo, etcétera, etcétera. Se los menciona como «socios» de sus empleadores, se los incita a convertirse en «emprendedores».
—Y se crea toda una jerga que acompaña este fenómeno, una lengua de la uberización.
Sí, un nuevo lenguaje cargado de doble sentido repleto de manipulaciones, de burlas. ¿El trabajador precarizado: un «socio» de Jeff Bezos, un «socio» de Elon Musk? ¡Por favor! Si hay alguien que sale ganancioso de esta nueva ecuación, claramente, es el capital: ¿qué mejor para los empresarios que unas relaciones laborales individualizadas, a distancia, con jornadas de trabajo que puedan estirarse como chicles, sin las molestias que plantean los sindicatos y los sindicalistas? La pandemia de covid-19 sirvió para que ese modelo, el de Uber, el de Amazon, que ya venía de antes, se consolidara. Y luego no solo no desapareció o disminuyó, sino que se expandió: el teletrabajo, el contacto por Zoom, la educación a distancia son variantes de este fenómeno global. Así como las nuevas tecnologías en sí mismas no son causantes de nada, la pandemia tampoco fue la causa de esta nueva esclavitud laboral, pero fue aprovechada por el capital para ajustar el modelo.
Tengamos en cuenta, por otro lado, que el capitalismo de plataformas, básicamente impulsado por las grandes corporaciones globalizadas y financiarizadas, se relaciona con protoformas del capitalismo. Para decirlo más claramente: el capitalismo de la era digital, de los algoritmos, de la época del Internet de las cosas, de la inteligencia artificial, de la big data, de la tecnología 5G y la industria 4.0 recurre a las mismas técnicas de explotación que en la época de la acumulación primitiva.
Uno podría pensar, razonando con algo de sentido común o en un marco mínimamente humanista, que en un mundo donde el desarrollo tecnológico permite ahorrarse una enorme cantidad de tareas que antes realizaban los seres humanos se repartiría el tiempo de trabajo para que todos podamos vivir más o menos dignamente. Pero eso no entra en lo más mínimo en la mentalidad de la era del capitalismo de las grandes corporaciones. Se puede decir que hoy hay en marcha laboratorios de experimentación del trabajo a gran escala en los que el trabajador es el cobayo. Si el capitalismo como tal es un infierno para el trabajador, el capitalismo de plataforma, versión 4.0 del neoliberalismo, lo es más aún porque consagra la precariedad, la del trabajo y la de la propia existencia.
—Usted recurre frecuentemente a la metáfora del sociólogo austríaco Karl Polanyi del modelo satánico para referirse al modo de funcionamiento de este sistema.
Sí, la he evocado en muchos traajos. Es una metáfora muy gráfica, referida al fenómeno de la mercantilización de todos los resortes de la vida, una mercantilización que ha producido mutaciones enormes, antropológicas, políticas. Polanyi lo vio hace mucho tiempo [murió en 1964], y su metáfora se aplica perfectamente a este mundo en el que la tecnología no está siendo aplicada en beneficio de la humanidad, a satisfacer cosas útiles y socialmente necesarias, sino todo lo contrario.
¿Qué nos mostró la pandemia? Que la humanidad tiene que fomentar el trabajo para generar bienes socialmente útiles, con menos horas de trabajo diario, y dejar de apuntar al trabajo orientado a la creación de riqueza. Quienes mostraron su valía entonces fueron los trabajadores y las trabajadoras de la salud, quienes se ocupan de los cuidados, quienes nos proveyeron de alimentos aun a riesgo de sus vidas. Se demostró igualmente la importancia de que los bienes comunes estén bajo control público y no privado.
Y respiramos mejor. No por la pandemia en sí, sino porque no circularon coches privados. El transporte público quedó en valor. Lo sorprendente es que estas consideraciones no formen parte de las reflexiones de las izquierdas.
—A ver…
Todo esto que estamos viendo debería situar a las izquierdas en una perspectiva anticapitalista. Cualquier visión emancipadora actualmente debería partir de esa base, de que el capitalismo nos está llevando a la destrucción de la humanidad. Hoy por hoy, la reducción real de la jornada de trabajo y del tiempo de producción en las fábricas, la reapropiación social de la producción para que se privilegien los bienes socialmente útiles y no los que generan plusvalía, el combate al cambio climático, la producción de alimentos sanos son objetivos que van unidos y que no podrían jamás alcanzarse en el marco de este sistema.
Pero las izquierdas se han convertido, paradójicamente, en guardianas del sistema, empeñadas como están en reformar lo irreformable. Lo vemos clarísimamente en América Latina: las burguesías no aceptan ni la más mínima reforma. Cuando algún gobierno progresista se sale un poquito de la norma intentan derrocarlo por el medio que sea. Solo toleran a quienes no cuestionan lo esencial, y hasta cierto límite. Pero la izquierda ha desaprendido a inventar utopías y aprendido a hacer lo posible, olvidándose de la transformación radical del mundo.
Lo mismo les sucede a los sindicatos. Los liderazgos sindicales tienen una larga tradición de defensa. Desde hace cinco décadas están luchando denodadamente por preservar lo mínimo, y está muy bien que así sea, pero eso ya no basta, porque la aceleración de las transformaciones en que está inscrito el capitalismo de plataformas hace que las reformas sean imposibles de sostener.
¿Por qué no podemos imaginar una sociedad sin propiedad privada, sin lucro, sin dinero? ¿Es una utopía? Sí, claro, pero llega un momento en que los sistemas caen. El feudalismo duró diez siglos. Los señores feudales, la nobleza, el Estado absolutista, ¿imaginaban que habría una revolución radical burguesa que los derribaría? No. Ahora se trata de pensar otra revolución radical verdaderamente liberadora. Y no vale decir que el socialismo fracasó, como se afirma hoy tan alegremente. Fracasaron sus versiones de los últimos 150 años, pero al capitalismo le llevó tres siglos derrotar al feudalismo. Si Rosa Luxemburgo despertara hoy, no diría que la alternativa es entre socialismo y barbarie, porque en la barbarie ya estamos inmersos. Diría que es entre socialismo y desaparición de la humanidad. No hay que hacerse trampas al solitario. En ese estadio estamos: el capitalismo hoy es esencialmente destructor, belicista, no hay margen para que a alguien se le ocurra «humanizarlo», como pretendían en su momento las socialdemocracias. Antes ese planteo era ilusorio, ahora es suicida.
—No es precisamente hacia allí que se han embarcado el progresismo o las izquierdas. Hablando de belicismo, en Europa una parte del progresismo está en línea con los planteos de la OTAN con la excusa de combatir el expansionismo ruso.
Respecto a Ucrania, creo que es una guerra interimperialista, pero ese no es el tema aquí. Sí lo es que esas izquierdas le han comprado el marco al liberalismo y en ese proceso le han dejado el terreno libre a la derecha más dura y a la ultraderecha, que hoy está encarnando –increíblemente– las posturas antisistema. Como Trump, como Bolsonaro, como Milei, que se presentan como rebeldes cuando, en realidad, son lo más rancio. Pero eso se los ha permitido la izquierda al volcarse al centro y no animarse a plantear temas como la transformación del mundo del trabajo o el cambio climático, porque, si lo hace en serio, tendría que ir hacia posturas de superación del capitalismo y se resiste a hacerlo: no va más allá de una defensa de lo que queda del Estado de bienestar. El caso del Partido de los Trabajadores en Brasil es de ese tipo. O el de Boric en Chile. Y yendo a Europa, ¿qué diferencia de fondo hay entre el socialista Hollande y el liberal Macron? Ninguna. Hasta en la represión se parecen. Como dicen en español: no es lo mismo, pero es igual.
La pandemia llegó en un momento en el que en el mundo había una agitación social muy interesante que, en cierta manera, cuestionaba el sistema. Podría haber nacido algo distinto de allí. Hoy, sin embargo, es la derecha más radical la que está marcando el rumbo con una violencia extrema, y la izquierda está claramente a la defensiva.
Mi esperanza es que una alternativa nazca de las periferias, de los movimientos feministas, de los inmigrantes, de los negros, de los indígenas, de los precarizados, del ecologismo. Hay un resurgimiento de clase interesante en Inglaterra, un renacer de las movilizaciones sociales en Francia. Son cosas que dan ilusión, pero la clave está en que los planteos que surjan vayan al fondo de las cosas y sean radicalmente anticapitalistas. Pienso que hay que aprender de las mujeres. Tienen más valentía con relación al capital. Pero hay también un feminismo fácilmente integrable al universo burgués, al igual que hay –en Brasil se da− un «emprendedurismo» negro que nada cambia el fondo de las cosas.
En definitiva, la izquierda necesita una refundación, perderle el miedo a proponer un nuevo modo de vida, perderle el miedo a la radicalidad. Si dejamos que avance el capitalismo, que en su fase actual es un capitalismo de plataformas, una expresión acentuada del neoliberalismo, estaremos en poco tiempo todos uberizados y en una situación comparable al subterráneo del infierno del Dante: no el infierno mismo, sino algo inimaginable. Por fortuna, las cosas son imprevisibles. Como el mundo del capital no se reproduce sin alguna forma de interacción con el trabajo vivo, van apareciendo, aun en situaciones adversas, formas de solidaridad entre los trabajadores y, a la larga, rebeliones.
Lo bueno de ahora es que al llegar a este estadio no queda margen para medias tintas. Llegará un momento en que eso nos romperá los ojos. Ya deberíamos estar en esa fase, pero los espejismos son todavía demasiado fuertes. Esperemos que cuando despertemos no sea demasiado tarde.