Capitalismo regulado y salud

Capitalismo regulado: de eléctricas y otros abusones

I.  El capitalismo no se puede confundir como una mera economía de mercados. Los mercados no existen sin instituciones que garanticen su funcionamiento. Tampoco sin un entorno natural y social que les dote de los materiales, la energía y las personas que constituyen la base de todos los procesos productivos. Es más, el funcionamiento real de las economías capitalistas no se puede confundir con un mero trasiego de compra y venta de mercancías. Las empresas capitalistas son organizaciones más o menos complejas, según su tamaño, organizadas verticalmente y con jerarquías. Su actividad se desarrolla a partir de un cierto nivel de planificación (que, como toda planificación, está expuesta a resultar errónea y experimentar complicaciones). Y, en su vida cotidiana, son frecuentes las luchas de poder, tanto en la estructura interna como en sus relaciones con otras empresas y el poder político. Las economías capitalistas reales no son el mundo del capitalismo competitivo que describen los manuales básicos de economía, sino uno en el que predominan grandes corporaciones, con una enorme capacidad para influir sobre reguladores, competidores y sociedad, con bastante capacidad para desarrollar estrategias complejas, y donde las luchas de poder y la intervención sobre la esfera pública forman parte de su día a día. Gran parte de la economía académica se ha dedicado a generar un relato falso sobre la naturaleza del capitalismo. Y la izquierda que confunde capitalismo con mercados ha caído en su falacia.

La tendencia al oligopolio y al monopolio es innata a la dinámica de las empresas capitalistas. El crecimiento empresarial es tanto una muestra de su éxito como un mecanismo defensivo frente a la competencia. Existen muchas ventajas en crecer: desde la reducción de costes asociada a las economías de escala y de alcance, hasta la mayor facilidad para acceder a financiación y los mayores recursos para influir sobre el entorno político y social. Como ocurrió en la pasada crisis financiera, algunos bancos eran tan grandes que fueron salvados con dinero público para evitar que su caída tuviera un efecto arrastre al conjunto de la economía. Por otra parte, la actividad de las empresas genera impactos diversos sobre la naturaleza y la sociedad que en muchos casos pueden tener efectos muy negativos. Esto se debe a que una organización pensada para obtener beneficios monetarios tenderá a ignorar los efectos que provoca. De ello se deriva toda la problemática de los costes sociales (o las externalidades, en el lenguaje económico convencional) con sus múltiples vertientes: laborales, ecológicas, sanitarias, etc. Las regulaciones y las instituciones nacen precisamente de la necesidad de todo este complejo de rivalidades, estructuras de poder y efectos colaterales de la actividad empresarial. En muchos casos, la regulación de la actividad empresarial aparece como respuesta a las reacciones sociales que provocan los desmanes empresariales. En otros, simplemente para establecer reglas de juego que protejan a los propios capitalistas y ordenen lo que en otro caso sería un mundo económico caótico.

Las leyes y regulaciones cumplen por tanto diferentes objetivos: garantizan los derechos de la propiedad capitalista, regulan el funcionamiento de los mercados, introducen límites a los derechos del capital, regulan las condiciones de la competencia capitalista, etc. Se trata, por tanto, de un campo propicio al conflicto y la acción política, puesto que la concreción de las regulaciones aumenta o limita los derechos de las empresas y los individuos. Una queja habitual del mundo empresarial es el exceso de regulaciones que coarta su libertad de acción, pero esta es una queja interesada, orientada a imponer el tipo de regulaciones más adecuada a sus intereses.

Al inicio de la contrarreforma neoliberal, ésta se presentó como una demanda desreguladora, antiburocrática. Lo que en realidad introducían las reformas neoliberales era un cambio en la regulación más favorable a los intereses empresariales. Entre otras cosas, una de las innovaciones del período fue la creación de organismos reguladores de los mercados independientes del poder político, que son fácilmente cooptables por los sectores que en teoría deben controlar: muchos de sus miembros proceden de las propias empresas, y la filosofía económica que los domina es proclive a defender la primacía de los intereses del capital frente al resto de la sociedad. Hay que considerar también el papel que juegan los grandes despachos jurídicos en la elaboración de normas, en sus recursos ante los tribunales, en su papel de mediación en defensa de los intereses capitalistas. Así, por ejemplo, la presidenta de la Comisión Nacional de la Competencia proviene del despacho de abogados Cuatrecasas, lo que no es en absoluto baladí: está regulando a sus antiguos clientes. El conflicto real no es más o menos regulación, sino cuál es la regulación adecuada.

La mayor parte de los conflictos de los últimos meses se centran básicamente en un conflicto regulatorio que vale la pena analizar.

II. El precio de la luz puede resultar más dañino para el apoyo electoral al Gobierno que la aprobación de los indultos. En un mundo altamente electrificado, el impacto de la tarifa eléctrica ―sobre todo en los niveles de renta más bajos― es muy importante. El precio final al que se paga el recibo eléctrico es la suma de una enorme variedad de partidas que hacen difícil entender su lógica. Básicamente, se divide entre el precio de la electricidad que pagan las distribuidoras a los productores y unos costes regulatorios que incluyen costes fijos como el transporte por la red eléctrica, además de impuestos como el IVA. Este sistema es el resultado de toda la construcción de un modelo de regulación que en teoría se presentó como la creación de un mercado competitivo que conseguiría abaratar el precio del suministro.

El sistema eléctrico español siempre ha sido oligopólico. Durante muchos años, de hecho, fue un monopolio puro y duro, pues las empresas se repartían el mercado nacional, establecían condiciones únicas de precios y suministro y actuaban coordinadas a través de la patronal UNESA. Hasta principios de los 80s estaba controlado básicamente por empresas privadas con fuertes vínculos con la banca. Entonces se produjo un cataclismo a causa de las inversiones nucleares y el encarecimiento del crédito internacional. Unas cuantas compañías estaban en situación de quiebra. Para salvar a la banca, el Estado salió al rescate comprando FECSA y Sevillana de Electricidad a través de Endesa. Después vinieron las privatizaciones de Endesa (actualmente controlada por la italiana Enel) y parte de la red de gas, que pasó a manos de Gas Natural. El proceso culminó con la fusión de Gas Natural y Unión Fenosa, dejando un mercado con tres grandes actores: Iberdrola, Endesa y Naturgy. Desde los tiempos de UNESA, el sector siempre ha tenido una enorme influencia sobre los ministerios encargados del tema energético y sobre los mecanismos reguladores. Es sobradamente conocido su peso en la Comisión de Seguridad Nuclear y el sistema de puertas giratorias colocando en sus consejos de Administración a políticos retirados (ver info infra).

Altos cargos que relacionados con las grandes eléctricas

Ex presidentes gobierno: José Maria Aznar (PP) – Consejero de actividad internacional Iberdrola; Felipe González (PSOE) – Consejero de Gas Natural (Naturgy)

Ex ministros: Ángel Acebes (PP) – Consejero Iberdrola; Fátima Báñez (PP) – Consejera Iberdrola; Juan Carlos Croissier (PSOE) – ex Director General Endesa; Luis de Guindos (PP) – Consejero de Endesa; Isabel García Tejerina (PP) – Consejera Neoenergia (filial brasileña de Iberdrola); Cristina Garmendia (PSOE) – Consejera Naturgy; Rodolfo Martin Villa (PP) – Ex Presidente Endesa 1997-2002; Elena Salgado (PSOE) – Consejera Endesa; Narcís Serra (PSOE) – Ex consejero Endesa; Pedro Solbes (PSOE) – Consejero Enel (empresa italiana propietaria de Endesa)

Ex altos cargos: Carlos Aguirre Calzada (ex jefe gabinete Secretaría Estado de Energía) – Director de ONIE (la empresa que organiza el mercado eléctrico); Nemesio Fernández Cuesta (ex Secretario Estado Energía) – Consejero Gas Natural (Energy)

Otros políticos: Manuel Marín, ex Presidente Congreso (PSOE) – Presidente Fundación Iberdrola; Miguel Roca Junyent, ex diputado (CiU) – Consejero Endesa

Familiares directos: Ignacio López del Hierro (marido de Dolores de Cospedal) – Consejero Iberdrola

Esta lista sólo incluye las relaciones con las tres grandes eléctricas. No se ha tenido en cuenta los numerosos políticos en los consejos de administración de Red Eléctrica y Enagás, dos empresas en las que el estado aún tiene participación, ni en otras energéticas como Repsol o Cepsa.

El establecimiento de un mercado competitivo en estas condiciones suena a entelequia. Se hizo forzando a subdividir cada grupo en dos unidades en teoría independientes: la de producción y la de distribución, En teoría, son independientes, pero realmente obedecen a una misma dirección y nadie ha explicado cómo es posible que con esta situación donde los que compran y los que venden son el mismo, y el precio final se transmite al cliente final sin ningún poder efectivo, no haya espacio para manipulaciones de todo tipo.

Especialmente cuando, además, se estableció que el precio se fijaría por el coste marginal del último kilovatio comprado en el mercado, Esto funciona más o menos de la siguiente manera: imaginemos que la demanda final para el día cualquiera es de 680 GWh. Las empresas productoras ofrecen electricidad en función de su capacidad y sus costes. Pongamos que el precio del KWh es de 0,020€ para las hidroeléctricas, 0,025€ para las nucleares, 0,055€ para las eólicas, 0,065€ para las centrales solares, 0,100€ para las de ciclo combinado y 0,119€ para las de gas natural. Si toda la demanda de 680 GWh se abasteciera con lo que aportan las hidráulicas, nucleares y eólicas el coste final a pagar sería de 0,055 €/KWh, las hidráulicas tendrían un beneficio extraordinario de 0,035 € por KWh y las nucleares de 0,030€ por KWh. Pero si la última central que se pone en el mercado es de gas, el precio se dispara y el resto de centrales obtendrá un beneficio súper extraordinario. En teoría, el juego es limpio; a la demanda total se llega por el consumo de empresas y privados, y la oferta es el resultado de la estructura de centrales que tenemos en el país. Pero, en la práctica, es más fácil de manipular. Por ejemplo, una de las empresas productoras decide parar alguna central nuclear alegando algún pequeño problema o dejar inoperativa alguna planta eólica o solar alegando una climatología adversa, y consigue colocar los últimos MWh con alguna planta de gas y obtener un jugoso beneficio para el conjunto de sus instalaciones. Todo el sistema es desaforado, está diseñado para garantizar una alta rentabilidad de instalaciones antiguas altamente amortizadas (por eso las grandes empresas siguen peleando por prolongar la vida a las nucleares a costa de aumentar los residuos y el peligro de accidentes). Y, además, carece de un eficiente sistema de control para evitar las manipulaciones de un sector que ―a pesar de la liberalización, la entrada de nuevas distribuidoras y las productoras de energías renovable― sigue funcionando como un opaco mercado oligopólico. La enorme especulación, protagonizada por grandes grupos financieros y que existe en torno a las nuevas plantas eólicas y solares, debería constituir otro punto de alerta sobre el funcionamiento de un sector esencial y su relación con la especulación financiera.

La forma como opera el mercado es sólo una de las muchas particularidades del sistema de fijación de las tarifas eléctricas. En todo el sistema de peajes y cargas regulatorias se pueden detectar otras muchas arbitrariedades y mecanismos de retribución al sector privado. Lo muestra el anuncio del gobierno de reducir la compensación al COa las centrales hidráulicas y nucleares, lo que supone una reducción de 600 millones de euros. Lo que la prensa económica afín a las eléctricas no ha dudado en calificar de “hachazo”. O todo el viejo problema del déficit tarifario. Y lo muestra también la morosidad y resistencia de la CNC (Comisión Nacional de Competencia) a investigar a fondo los posibles tejemanejes de las empresas. En el otro lado están los elevados dividendos y altas retribuciones a las cúpulas del sector. Así como la insuficiente inversión que se manifiesta periódicamente en forma de cortes y apagones que padecen muchas zonas del país. Ganar mucho no garantiza ni inversiones ni buen servicio (por ejemplo, Endesa ha dedicado la casi totalidad de beneficios a reparto de dividendos). Si un sector requiere una transformación a fondo de sus estructuras, regulaciones y controles, es el de las eléctricas. Llamar simplemente a la nacionalización puede resultar inútil cuando la única posibilidad real de hacerlo es mediante un costoso sistema expropiatorio que está fuera de las posibilidades presupuestarias. Reconstruir un sistema público a partir del control de las hidroeléctricas va a ser un proceso lento. Y, mientras tanto, hará falta una mejora sustancial de las políticas regulatorias que rompa el poder oligopólico actual y dé posibilidades al desarrollo de un sistema eléctrico democratizado.

Combatir el oligopolio eléctrico no debe hacernos olvidar que subyace una cuestión de fondo que habitualmente se solapa en el debate energético. El desarrollo de los dos últimos siglos se ha fundamentado sobre un consumo energético desaforado, que es el causante de una parte del espectacular aumento de la productividad. La crisis energética y el cambio climático apuntan a que la continuidad de esta trayectoria no es ni posible ni deseable. Y que vamos a estar frente a una necesaria reorganización de la producción y el consumo donde la reducción del consumo energético juega un papel crucial. Un proceso de enormes dificultades vista la adicción de las sociedades desarrolladas al despilfarro energético. Una transición aceptable debe garantizar niveles esenciales de suministro a todo el mundo y reducir el resto. Requiere de propuestas en múltiples direcciones, pero es posible que también en este campo una buena política tarifaria constituya un instrumento básico. Y eso no pasa precisamente por electricidad barata para todo.

III. Los problemas sociales generados por regulaciones favorables a los grandes grupos empresariales, o simplemente a los de los propietarios, están en casi todos los campos de la actividad económica. Y se encuentran presentes en los debates más relevantes de los últimos meses.

Es el caso de las patentes y los contratos públicos con las empresas farmacéuticas, puesto de nuevo en evidencia en el caso de la vacuna contra el covid-19. Un ejemplo claro de enormes beneficios obtenidos sobre las espaldas de un enorme gasto público en inversión básica y una colosal cooperación científica internacional. Unas empresas que van a obtener enormes ganancias con las vacunas y que, en cambio, llevan tiempo desinvirtiendo en la investigación de antibióticos a pesar de las numerosas voces que alertan de que existen serias amenazas sanitarias en este campo. Las patentes siempre se justifican como un mecanismo para alentar la innovación, pero a la vista está que gran parte de la misma la realizan instituciones (e investigadores) públicos. Ante la evidencia de los enormes beneficios del “Big Pharma”, nadie parece interesado en averiguar cuál es el grado de incentivo necesario para que la cosa funcione bien sin excesos. No deja de ser curioso que la respuesta de las empresas a la propuesta de abrir las patentes de la vacuna haya sido utilizar uno de las clásicas retóricas de la reacción analizadas por Albert Hirschman: «No va a servir puesto que además de las patentes hace falta tener la tecnología y los conocimientos para producir las vacunas». Una media mentira (la industria farmacéutica india lleva muchos años produciendo fármacos sofisticados) que se coloca como cortafuegos para parar en seco cualquier avance desprivatizador. La reciente aprobación, sin estudios concluyentes, de un producto contra el Alzheimer por parte de la FDA estadounidense indica la capacidad de las grandes empresas del sector por influir sobre sus presuntos reguladores.

El urbanismo y la vivienda son otro espacio donde las regulaciones juegan un papel crucial a la hora determinar poder de mercado. De hecho, una gran parte de la política urbanística se basa en diferente valor al suelo en función de la calificación urbanística. Aunque aquí no se agota su influencia. Por poner dos ejemplos que afectan a la vida urbana en los grandes centros turísticos: la posibilidad, o las condiciones, de convertir viviendas en apartamentos turísticos tiene una influencia importante a la hora de definir el precio de las viviendas; el derecho ―y las condiciones― a colocar terrazas a restaurantes y bares en la calzada pública influye no sólo en la ocupación del espacio público, sino también en el precio de los alquileres de estos establecimientos. Y este es un tema menor respecto a otros como los derechos de propietarios e inquilinos, las condiciones de desahucio, el control de alquileres… Es el núcleo de uno de los conflictos y de los dramas urbanos más sangrante, en el que los intentos de regular en beneficio de la comunidad suelen estar contestados por empresarios y economistas, con una retórica de que estas medidas «serán contraproducentes» y «se reducirá la oferta de vivienda y se agravarán los problemas».

IV. La importancia de las regulaciones contradice la pretensión de empresarios y economistas de presentar el mercado real como un mecanismo neutro, apolítico. Los esquemas institucionales cuentan, y años de hegemonía capitalista los ha hecho complejos, densos, resistentes. Ante esto no podemos enfrentarnos con propuestas simplistas. Propugnar sin más cosas como la nacionalización de empresas o la fijación de precios de algún bien básico puede tener sentido en algunos casos, pero obliga a conocer el marco institucional en el que va a tener lugar esta iniciativa y los posibles efectos que generará. En el contexto actual, donde las perspectivas de cambios radicales están fuera de la realidad posible a corto plazo, es necesario desarrollar y dirigir parte de la acción política a generar cambios regulatorios (incluyendo en ellos transformaciones en las instituciones que los sustentan) en muchos campos esenciales. Cambios que deben estar planteados mediante estrategias que contemplen la complejidad de la mayoría de procesos productivos. Más allá de que puedan obtenerse resultados que mejoren aspectos sustanciales de la vida social, esta lucha puede servir también para afinar ideas y conocimiento para construir una alternativa real a la organización capitalista de la economía.

 

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