El fiasco de la psiquiatría «biológica». Alberto Fernández Liria

Cuando empecé mi vida profesional en 1980 el colectivo de profesionales de la salud mental estaba fragmentado por la afiliación de sus integrantes a diferentes orientaciones teóricas que se correspondían con distintas formas de entender y, consiguientemente de tratar, a las personas con problemas de salud mental. Había profesionales de orientación psicodinámica, conductista, sistémica, cada vez más cognitivos… Recabar información sobre un profesional solía empezar con la pregunta “¿de qué orientación es?”.

En este panorama se produjo el cambio de paradigma que supuso la aparición del Prozac y los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina (ISRS). Los ISRS encarnaban una idea clara: se presentaban como el remedio específico para el déficit bioquímico que causaba una enfermedad que se llamaba “depresión”. Suponían un nuevo instrumento terapéutico. Pero, sobre todo, abrían una nueva vía para entender los problemas de salud mental y su tratamiento. Según esta forma de ver las cosas, los problemas de salud mental en general eran enfermedades causadas por desequilibrios en la neurotransmisión que se producían por causas que se suponía que serían genéticas y que podían ser corregidas o compensadas administrando fármacos, como la administración de insulina compensa los problemas causados por la diabetes. A la de los antidepresivos ISRS siguió la comercialización de nuevos antipsicóticos –denominación que pasó a considerarse más correcta que la antigua de “neurolépticos” porque marcaba precisamente ese carácter de tratamiento selectivo para un trastorno específico. El DSM –el manual de clasificación de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría, que se convirtió en la biblia de la psiquiatría– se construyó para lograr una definición precisa de esos trastornos con la idea de que eso permitiría localizar los déficits específicos y encontrar los remedios. Muy poco después pareció que los desarrollos de la neuroimagen por un lado y los de la genética molecular por otro iban a permitir conocer con exactitud esas alteraciones y sus causas.

Según la nueva doctrina lo que los profesionales debían ser capaces de hacer era, sobre todo, reconocer los síntomas para realizar los diagnósticos –de acuerdo con las clasificaciones DSM y CIE– y prescribir los tratamientos o colaborar de algún modo para que estos tratamientos sean administrados, aceptados y recibidos por las personas afectadas. En este último papel pasó a trabajar una buena cantidad y variedad de profesionales de las redes de atención a la salud mental.

No se han identificado déficits ni causa genética específica para ningún trastorno mental

Han pasado casi 40 años desde que se produjo este cambio de paradigma. Se han invertido ingentes fortunas en intentar demostrar sus supuestos. Pero ninguna de las presunciones en las que se sustentaba se ha cumplido. No se han identificado déficits específicos para ningún trastorno mental. Los remedios supuestamente específicos han acabado demostrando eficacia en trastornos muy distintos y de aquellos para los que se suponía que debían servir (los antidepresivos pasaron a ser tratamiento de primera elección también de los trastornos de ansiedad, del control de impulsos, de la personalidad del comportamiento alimentario…). No se ha encontrado causa genética específica para ningún trastorno. Tampoco se han encontrado en ningún trastorno alteraciones estructurales o funcionales detectables por neuroimagen u otras pruebas objetivas. Las categorías del DSM se han multiplicado en las sucesivas ediciones del manual y los límites entre ellas y la estanqueidad de las clases resulta cada vez más difícil de sostener. Además, ninguno de los nuevos fármacos ha resultado ser más eficaz que los que estaban disponibles para las mismas indicaciones desde los años 50. La prevalencia de los trastornos mentales no sólo no ha disminuido como cabría esperar para enfermedades para las que se ha descubierto un tratamiento eficaz –la tuberculosis prácticamente desapareció cuando se descubrió el suyo–, sino que parece aumentar.

Lo sorprendente es que a pesar de esa abrumadora incapacidad de encontrar una base para ninguna de sus afirmaciones el nuevo paradigma introducido por el Prozac y el DSM haya sido hegemónico durante estas décadas. Pero lo ha sido de forma contundente y ha eliminado otras posibles formas de entender los problemas que atendemos para la mayor parte de los profesionales y de la población.

Uno de los elementos que ha causado confusión es que esta forma de entender las cosas se ha autotitulado psiquiatría biológica. El nombre se justificó porque la teoría presuponía un déficit bioquímico que nunca se encontró y una causa genética que tampoco ha aparecido. Pero no proporciona ninguna explicación biológica de nada.

Esta visión dominante de la Psiquiatría se ha mantenido ignorando alguno de los conocimientos bien asentados científicamente que apuntaban a otro tipo de explicaciones. Sabemos, por ejemplo, que el trauma y las experiencias adversas guardan una relación causal y dosis dependiente de los diagnósticos de trastornos mentales, incluidos los psicóticos, y que producen alteraciones no sólo en el funcionamiento psicológico, sino en la estructura y la función del sistema nervioso central. Aunque estos hechos sean mayoritariamente ignorados por el discurso psiquiátrico dominante.

Estos hechos, sin embargo, han nutrido la investigación y el pensamiento de aquellos autores cuya aproximación a los problemas de salud mental merecería con más justicia el calificativo de biológica, porque parte de la propuesta de un modelo de organismo, su desarrollo y su funcionamiento. Entre las aportaciones de estos se encontraría lo que Daniel Siegel llama la neurobiología relacional y los autores de las fuentes de las que bebe, entre las que están neurobiólogos como Antonio Damásio y estudiosos del desarrollo, incluidos los teóricos del apego. También propuestas como las derivadas de la teoría polivagal de Stephen Porges, que acentúan el papel del sistema nervioso autónomo. Todos ellos piensan en un organismo que necesariamente ha de situarse en un medio con el que interactúa para conformarse y presentan muchas pruebas de cómo lo hace. Y todos hacen referencia a un medio en que la presencia de otros seres humanos y la relación con ellos juega un papel principal.

Hay otros muchos motivos, pero estos justificarían sobradamente un cambio de paradigma al que estoy convencido de que asistiremos en los próximos años.

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Alberto Fernández Liria es psiquiatra actualmente jubilado. Ha sido presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría y miembro de la Comisión Nacional de Psiquiatría y del Comité Técnico de la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud.

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