Presidente de NoGracias desde noviembre de 2013, Abel Novoa (26 de septiembre de 1966) es médico de familia, doctor en medicina, master en bioética y estudioso de los nuevos paradigmas de la salud y la medicina. Es un profesional con iniciativa y energía, comprometido con la defensa de la equidad y el derecho a la salud. Los profesionales favorables a la transparencia en el acceso a los medicamentos y a las tecnologías sanitarias leemos con interés sus periódicas contribuciones en el blog de NoGracias, por la profundidad de sus análisis y la actualidad de los temas que elige.
La FADSP estuvo en el lanzamiento de NoGracias y comparte su ideario. Desde Murcia, donde ejerce como médico de urgencias hospitalarias y vicepresidente de la ADSPRM, Abel es un firme defensor de la sanidad pública.
PREGUNTA: ¿Qué le sugiere esta noticia?: por cada 1.000 dólares que gasta la industria farmacéutica en formación médica se incrementa casi un 5 % la prescripción de estatinas de marca
Me sugiere una toma de decisiones sesgada que condiciona riesgos para los pacientes y gasto ineficiente de recursos públicos. Teóricamente, los medicamentos deberían ser productos inelásticos, es decir, su utilización dependería de sus propiedades intrínsecas (objetivamente demostradas por la ciencia) y no de la publicidad. Desgraciadamente, como el artículo del que se ha extraído esa información y otros muchos demuestran, los médicos acaban recetando “lo que se promociona”, y eso constituye un enorme problema de salud pública y un dispendio de recursos.
Pero en honor a la verdad, es muy difícil que los médicos sean capaces de resistirse a “lo que se promociona”. El marketing de medicamentos es el sistema de influencia más sofisticado del mundo porque es multinivel: incluye lo obvio –el menudeo de las comidas con los representantes, los pagos de viajes y congresos, los pequeños regalos, etc- pero también, lo no tan obvio (y mucho más influyente) como la financiación de la formación médica continuada en exclusiva por la industria que ha señalado en la pregunta; las conferencias de “respetados” líderes académicos “a sueldo”; artículos de opinión (“construidos” por empresas especializadas en marketing científico) y “firmados” fraudulentamente por reconocidos expertos que, además, son publicados en las mejores revistas científicas del mundo; ensayos clínicos diseñados para exagerar resultados positivos e infra-estimar efectos adversos; investigación con conclusiones negativas escamoteada; guías de práctica clínica de sociedades profesionales que utilizan ciencia sesgada y expertos con conflictos de interés; unos procesos evaluativos de fármacos y tecnologías en las agencias gubernamentales debilitados por las decisiones políticas sometidas al poder de las multinacionales, etc.
Creo que no es justo cargar sobre los médicos clínicos todas las culpas de que finalmente sus decisiones tengan un sesgo comercial: el “pago de comidas” con una ciencia, una administración y unas organizaciones profesionales que hicieran su trabajo no sería tan eficaz. Por tanto, reducir el problema a las interacciones comerciales de la industria con los médicos asistenciales, solo conseguirá falsas soluciones -como la ridícula transparencia que ha vendido la industria al publicar las que llama “transferencias de valor” que lleva a cabo con los médicos- que impedirán atacar el problema más profundo que supone la distorsión de toda la cadena del conocimiento biomédico; desde su generación a su aplicación, pasando por su difusión y evaluación. La práctica médica está sometida a unas influencias estructurales tan poderosas que se acaban afectando no solo las decisiones de los médicos que aceptan invitaciones de la industria y van a sus cursos sino también las de aquellos que no lo hacen.
Dicho esto, no es adecuado que un profesional sanitario participe en interacciones cuya única finalidad es comercial, y la formación patrocinada lo es. Todos vemos como incorrecto que un juez reciba regalos o sea invitado a comer por los abogados defensores de una de las partes; aunque después su sentencia sea justa, siempre estará manchada por la duda. Pues bien: los médicos nos hemos convertido en jueces bajo sospecha. Aceptar una invitación a comer no es un hecho banal para un juez; y no debería serlo para un médico.
PREGUNTA: NoGracias también nos ha hecho saber que la industria farmacéutica favorece su penetración sembrando la duda; polemizando sobre ciencia
Efectivamente. Pero esta estrategia no la inventó la Big Pharma sino la industria del tabaco. El profesor de salud pública norteamericano y alto funcionario en las administraciones demócratas de Clinton y Obama, David Michaels, escribió en 2008 un texto definitivo al respecto, “La duda es su producto: los ataques de las corporaciones a la ciencia ponen en riesgo su salud”, en el que relató como las grandes multinacionales financian ciencia y compran investigadores para generar evidencia que haga dudar a los legisladores y consumidores. El caso que describe más pormenorizadamente Michaels en su libro es el tabaco, donde las leyes para controlar su consumo han sido moduladas por el lobby tabaquero durante décadas, aprovechando la inevitable incertidumbre y datos contradictorios de cualquier conocimiento científico.
Esta estrategia continúa hoy: la industria petrolera o la de automóviles “escarba” para encontrar evidencias con las que afirmar que no está tan claro el cambio climático, consiguiendo que las leyes para el control de las emisiones de carbono sean menos restrictivas; la industria alimentaria demuestra que el azúcar no es tan perjudicial para la salud y consigue que las etiquetas de los alimentos sean poco informativas o que no se prohíba la venta en los colegios de bollería industrial; y la industria farmacéutica convence a los políticos de que los procesos de evaluación de los nuevos medicamentos deben facilitase al máximo para que la burocracia no impida salvar vidas y el avance de la ciencia médica.
Como dice Michaels:
“La industria ha comprendido que polemizar sobre ciencia es más fácil y efectivo que hacerlo sobre política”.
La nueva salud pública se juega en las trincheras de la influencia política y debe utilizar, por tanto, herramientas políticas: las exigencias de transparencia, participación o rendición de cuentas ya no son solo requisitos para mejorar la democracia sino también para mejorar la salud. La visión ilustrada de una democracia dominada por los técnicos y el conocimiento científico ya no nos sirve porque la ciencia vale para defender una cosa y la contraria. La política, sin renunciar a la mejor investigación, tiene que abandonar la idea de que los expertos y la ciencia son los que nos señalarán el “camino verdadero” y volver a utilizar criterios esencialmente políticos para tomar las decisiones: sostenibilidad, equidad, justicia, emancipación, solidaridad, etc… Estos criterios son más ambiguos que los que definen la ciencia –fiabilidad, reproducibilidad, control de sesgos, simplicidad, etc..- pero, y esto es paradójico, son menos manipulables porque requieren deliberación pública y una visión de futuro, un proyecto, saber dónde vamos, algo que la mera reflexión técnico-científica es incapaz de señalar.
Hoy podemos decir, con pocas dudas, que la visión tecnocrática de la democracia (defendida por políticos de izquierdas y derechas) es neoliberal, responde a los valores del mercado y, por tanto, es pura ideología disfrazada de ciencia. Reconocer que la ciencia esconde valores e ideología no es debilitarla sino aceptarla tal y como es y, sin duda, el primer paso para que vuelva a estar al servicio del interés común y no del mercado y los poderes económicos.
PREGUNTA: ¿Los costes de la investigación sobre medicamentos se “socializan” pero los beneficios se privatizan?
Por supuesto. La ciencia es probablemente la actividad humana más colectiva. Es un bien común que ha sido claramente privatizado en los últimos 50 años. Por ejemplo, hasta bien entrado el siglo XX, las empresas farmacéuticas no patentaban sus productos: se las denominaba “industrias éticas” para diferenciarlas de las pocas que lo hacían y que eran despreciadas por buscar solo ganancias, equiparando sus productos a vulgares crece-pelos. Casi todas las multinacionales actuales comenzaron siendo “farmacéuticas éticas” simplemente porque, tan solo unas pocas décadas atrás, era inconcebible social y profesionalmente un conocimiento biomédico secreto, protegido por patentes, no accesible a todos los pacientes (o a otras empresas que pudieran desarrollarlo y mejorarlo) y que estuviera al servicio de la ganancia económica pura y dura.
Hay por tanto un cambio social, político, cultural y profesional muy importante que ha sido el que ha permitido que el conocimiento médico haya acabado siendo privatizado en contra de su propia naturaleza: un bien común. El conocimiento en medicina es posible gracias a miles de enfermos que han colaborado -y siguen haciéndolo- desinteresadamente en los experimentos; a generaciones de médicos que han contribuido altruistamente a la descripción de síndromes y enfermedades; a unos presupuestos públicos que mantienen las grandes infraestructuras sanitarias que permiten reclutar a los pacientes con los que se realizan los ensayos clínicos; a los millones de euros destinados a subvencionar la investigación básica y que ahora es privatizada mediante patentes; y, por supuesto, a la iniciativa de empresas privadas que han colaborado en este gran proyecto colectivo. Sin embargo, el capitalismo, que funciona relativamente bien gestionando el conocimiento en el que se basan algunos productos de consumo como los coches o las batidoras, no lo hace con los medicamentos, las tecnologías sanitarias o los servicios asistenciales.
En mi opinión hay una realidad cada vez más patente que nos demuestra que los fines de la medicina no pueden alcanzarse si todo el sistema sanitario está dominado por los intereses privados. No estoy diciendo que no se premie la innovación o que no pueda haber objetivos particulares sino que, en medicina, los intereses económicos y la búsqueda del propio beneficio deben estar muy matizados, y siempre por detrás de los intereses de los pacientes y la sociedad. Las empresas y profesionales que quieran participar en el área de la salud deben asumir que la atención sanitaria se sustenta en una red de confianza, una alianza moral entre la medicina y la sociedad, un legado ético que no nos pertenece, que hemos heredado, que es tremendamente vulnerable y frágil, y que no puede ser utilizado, en primera instancia, para alcanzar objetivos particulares. Lamentablemente, hoy en día, esta red de seguridad, para los pacientes y la sociedad, trenzada desde hace siglos por la institución de la medicina, con confianza, profesionalismo y compromiso ético, está llena de agujeros y a punto de romperse. Ya no es una salvaguarda suficiente; ya no protege ni a los pacientes ni a las poblaciones del afán de lucro “desencadenado” que ha procurado el actual paradigma económico, social y cultural.
PREGUNTA: Afortunadamente contamos con NoGracias para responder preguntas similares a las anteriores. ¿El decisivo papel de organizaciones como NoGracias da resultados como contrapoder?
NoGracias más que una organización es, en la actualidad, una idea. Tenemos enormes debilidades como estructura porque hemos decidido, en esta etapa, perder pocas energías en cuestiones internas, y hemos priorizado la realización de propuestas capaces de generar reflexión. No buscamos poder; sí influencia, aunque sea indirecta.
Lo cierto es que no tenemos capacidad para llegar directamente a los gobiernos o luchar efectivamente contra los aspectos negativos de las estrategias corporativas, pero quizás algún joven profesional sanitario o ciudadano que nos lea lo haga en el futuro. Existe un activismo ciudadano muy desarrollado en relación con la ecología o los derechos civiles (nos llevan más de 30 años de ventaja); en medicina, este activismo es muy embrionario debido a que ni la izquierda ni la derecha sabe qué hacer con la atención a la salud y la ciencia en general y biomédica en particular.
Parece que no hay alternativas, cuando sí que existen: nosotros la denominamos post-medicina y bebe de conceptualizaciones desarrolladas desde la ecología política y el movimiento del de-crecimiento. Intentamos “sembrar” sabiendo que es muy poco probable que consigamos cambiar nada en el corto plazo pero, quizás, en el medio y largo plazo pueda haber en España un “Ecologistas en Acción” o un “Amnistía Internacional”, un movimiento ciudadano potente en el ámbito de la atención sanitaria, capaz de hacer propuestas y modular las políticas y el poder de las multinacionales y organizaciones sanitarias. En la actualidad esta labor la está haciendo la FADSP pero desde una perspectiva sobre todo profesional; hace falta más participación ciudadana para que puedan darse cambios sociales que induzcan los políticos, como ha pasado en el medio ambiente o en campo de los derechos civiles.
PREGUNTA: ¿Cuáles son las consecuencias para el Sistema Sanitario de las artimañas de la industria farmacéutica para promover nuevos medicamentos?
Howard Brody y Donald Light publicaron en el American Journal of Public Health hace 4 años un texto titulado “La ley del beneficio inverso: como el marketing con los medicamentos es perjudicial para la seguridad de los pacientes y la salud pública”. En el texto demostraban que cuánta más promoción (multinivel) se hiciera con un medicamento, más probable era que acabarán existiendo serios problemas de seguridad para los pacientes y consecuencias negativas para la salud pública. Los nuevos medicamentos -debido a la debilidad de los procesos de evaluación de las agencias, la irracionalidad a la hora de establecer los precios que permite el monopolio de las patentes, y los incentivos del mercado que no fomentan que la industria invierta en verdadera innovación- son más inseguros, mucho más caros y, como mucho, igual de eficaces que los medicamentos más antiguos.
Es difícil saber cuánta morbilidad y mortalidad es debida directamente a la mala utilización de los nuevos medicamentos como consecuencia de la promoción de la industria; solo tenemos en este sentido datos indirectos. Por ejemplo, en Canadá, 1 de cada 4 nuevos medicamentos acaban teniendo advertencias serias sobre su seguridad, una vez están en el mercado, y esto es tres veces más probable si el fármaco fue aprobado por una vía rápida. Lógicamente, como los medicamentos nuevos son los más utilizados, este dato significa que estamos exponiendo a los pacientes a riesgos en gran medida desconocidos.
Casos como el Vioxx nos sitúan ante el abismo: tras una investigación fraudulenta y un proceso evaluativo “de risa” que permitió su entrada en el mercado, comenzó una campaña promocional intensísima y la utilización masiva del fármaco en todo el mundo. Se calcula que el Vioxx ha causado más muertos que el tsunami de Indonesia; solo en EE.UU, produjo entre 88 y 140 mil infartos y accidentes cerebrovasculares; en España, según el Institut Catalá de Farmacologia -que dirige Joan Ramon Laporte, uno de los fundadores de NoGracias-, hubo entre 250 y 750 casos de infarto, cerebral o de miocardio, atribuibles al Vioxx durante el año 2003. El Vioxx nunca debió ser aprobado. Ahora mismo, hay una intensa polémica porque el Ranelato de Estroncio -un medicamento para la osteoporosis, intensamente promocionado y muy utilizado- tiene graves riesgos para la salud; su aprobación y mantenimiento en el mercado se debe a graves fallos del regulador. Nadie dimitirá. Se alegará la “inevitable incertidumbre de la ciencia”. Pero la verdadera razón es que las agencias de evaluación han decidido trabajar a favor de los intereses de las farmacéuticas y no de la seguridad de los pacientes. Los riesgos de este fármaco son conocidos desde hace tiempo; simplemente se prefirió “gestionar el riesgo”, limitando su prescripción con advertencias que la promoción de la industria hacen inútiles.
En términos de gasto económico, el perjuicio es más medible y también enorme. En un reciente artículo publicado en el JAMA of Internal Medicine se calculó que sustituyendo por su genérico los medicamentos utilizados (sobre todo estatinas, inhibidores de la bomba de protones, antipsicóticos atípicos, antidepresivos, etc..) se hubieran ahorrado, entre los años 2010 y 2012, unos 73.000 millones de dólares de los presupuestos públicos en EE.UU.
En España, Salvador Peiró calculó que solo el uso del equivalente terapéutico de menor precio en estatinas e IBPs habría permitido un ahorro cercano a los 1.000 millones de euros en 2010 (superior a la estimación de recaudación de los copagos realizada por el Ministerio). Y eso que ambos estudios están asumiendo que todos esos medicamentos están bien prescritos, algo muy lejos de la realidad.
Este gasto innecesario supone además un coste de oportunidad para poder realizar inversiones en áreas del sistema infra-financiadas como atención primaria o salud pública o llevar a cabo otras políticas no sanitarias que procuran salud y justicia social como medio ambiente, educación, trabajo digno, vivienda, atención social, etc.. En este país hay dinero para pagar el esomeprazol (20 veces más caro que su equivalente genérico; 135 millones de gasto en 2010), o los inútiles condroprotectores (100 millones al año), pero no para las rentas mínimas de inserción, pagar la dependencia o sustituir adecuadamente a los médicos de familia en verano; es una estrategia de transferencia de dinero público a manos privadas mucho mayor que todos los rescates efectuados con la banca, pero del que nadie habla.
Es fácil echarle la culpa a los médicos prescriptores “que se van a comer con el laboratorio” pero los verdaderos culpables están en la EMA, en los despachos de las multinacionales, en las sedes de las asociaciones científicas, universidades y centros de investigación que aceptan un sistema corrupto de generación de conocimiento; en los Ministerios y en la Unión Europea. El daño es gigantesco. La biomedicina se está convirtiendo en un enorme fracaso social y en un problema de salud pública de primera magnitud. Los médicos deberíamos ser los primeros en ser conscientes de la situación pero, en general, hemos preferido “irnos a comer con la industria”, es decir, seguir cómodamente la senda del dinero y la falsa adulación mientras, como diría Fito Páez, “el mundo se cae a pedazos”.
El papel de la industria farmacéutica y de tecnologías aparece entre las causas más importantes cuando se reflexiona sobre la crisis de la MBE, o el incremento del fraude y la corrupción en sanidad. Ahora sabemos que su efecto es mucho más potente: está catalizando una verdadera confiscación de la riqueza de los países, con consecuencias trágicas para la equidad y el bienestar de miles de millones de personas en todo el planeta; su poder es mayor que el de las corporaciones financieras, armamentísticas o los carteles de drogas, pero mucho más sutil; por eso, más peligroso.
PREGUNTA: ¿Qué mecanismos tiene la administración sanitaria para mejorar la regulación del mercado farmacéutico?
Cada vez depende menos de los países. La regulación es europea y está sometida a la gigantesca máquina de influencia política que ha activado la industria del medicamento y sus aliados en las principales organizaciones financieras del mundo: Banco Mundial, FMI, OMC o los marcos que imponen los tratados comerciales entre bloques, como el TTPI. Los diferentes intereses, con países como Alemania, Francia o Reino Unido que tienen una importante industria farmacéutica, impiden políticas comunes europeas sensatas. No creo que veamos soluciones en el corto plazo; por eso, aunque sigamos con la batalla de la regulación, hay que abrir el melón de la evaluación prescriptiva como la que realiza el NICE británico.
La principal amenaza en este momento son las licencias adaptativas, un modelo de “bajo coste” que permite aprobaciones rápidas de nuevos medicamentos con mínimas evidencias; la justificación empleada por la industria y las asociaciones de pacientes financiados por ella, hacen referencia a la necesidad de desarrollar tratamientos “personalizados”, con dianas genéticas o moleculares y que, por tanto, solo pueden ser beneficiosos para poblaciones muy concretas que no permiten desarrollar ensayos clínicos con una n suficiente. Sin duda se está fraguando una nueva puerta de entrada, que se abre inicialmente para unos pocos fármacos pero que se generalizará, como ha pasado con las vías preferentes de evaluación de nuevos fármacos para enfermedades graves o rápidamente progresivas, inicialmente solo indicadas para fármacos contra el VIH o el cáncer y que ahora ya permiten que se incluyan medicamentos para el estreñimiento o la diabetes.
PREGUNTA: ¿Se atreve a pronosticar la evolución del mercado farmacéutico a la vista del TTPI y otros tratados comerciales?
El TTPI restará todavía más capacidad de acción a los países individuales e incluso a la propia UE, como ya he dicho. Será tremendamente dañino porque impedirá que progresen las tímidas iniciativas existentes a ambos lados del Atlántico a favor de precios más razonables para los nuevos fármacos; los necesarios cambios en el modelo de innovación en relación con la transparencia de los ensayos clínicos o para dar respuesta a las auténticas necesidades de salud pública existentes; o reformas en las leyes de patentes para que sea posible establecer incentivos económicos alternativos para el desarrollo de nuevas terapias.
La inclusión de mecanismos de arbitraje inversores-estado es un sistema a través del cual las empresas podrán desafiar extrajudicialmente las medidas legislativas, jurídicas y administrativas que adopten los gobiernos para salvaguardar la salud pública, si las consideran lesivas para sus intereses comerciales. El TTPI establece la obligación de crear grupos de trabajo permanentes UE-EE.UU sobre la propiedad intelectual, la fijación de precios para los medicamentos y la consideración bilateral de nueva legislación. Sabemos que en estos grupos participa directamente la industria farmacéutica pero no representantes independientes de la sociedad civil. En definitiva, el TTPI es una agenda diseñada para aumentar el poder de las multinacionales y debilitar el de los gobiernos, también en biomedicina.
PREGUNTA: ¿Los médicos como colectivo y las sociedades médicas hacen todo lo que pueden para liberarse de los “humos industriales”?
En absoluto; y esta situación es completamente novedosa en la historia de la medicina. El desarrollo histórico de la medicina como institución social está sustentado en tres hitos que han permitido la progresiva mejora de los procesos de toma de decisiones clínicas: la formación universitaria reglada (un esfuerzo institucional por acreditar que los médicos tenían unos mínimos y homogéneos conocimientos); la incorporación de los resultados de la investigación a la práctica asistencial que ha supuesto el movimiento MBE (un intento de la medicina por acreditar que las decisiones clínicas tienen cierta base científica); y el desarrollo de la bioética (otro gran hito para la medicina como institución que ha implicado un esfuerzo por garantizar que las decisiones clínicas tuvieran ciertas salvaguardas éticas como considerar la opinión de los pacientes o argumentos de bien común). Formación, ciencia y ética han sido y son los tres grandes pilares sobre los que se sustenta el enorme crédito moral y de confianza que la sociedad otorga y ha otorgado a la medicina.
Sin embargo, este proceso histórico se ha detenido, en mi opinión, en los últimos 40 años. Las evidencias señalan que tanto los intereses comerciales de las empresas que venden productos destinados al mercado de la salud, como los intereses de las organizaciones sanitarias, públicas o privadas que intentan mejorar sus balances económicos (con o sin afán de lucro), no están teniendo una respuesta contundente por parte del entramado profesional institucional. Quizás esto es debido a que los profundos cambios sociales, políticos, económicos y culturales acaecidos en las últimas décadas, han dejado a la medicina con cierto desarme político: cualquier alusión a poner límites al poder del mercado o enfrentarse a ciertas estrategias de gestión puede ser acusada de tener un sesgo ideológico.
Por eso, creo que lo importante ahora es poder construir una narrativa que evite la politización de propuestas críticas, como la que hacemos desde NoGracias, para que puedan llegar a todo el mundo sanitario, como lo hicieron en su momento la MBE, la bioética o el movimiento por la seguridad de los pacientes. Desde mi punto de vista, esta narrativa solo puede proceder de una profundización en el profesionalismo. El sociólogo norteamericano de las profesiones Erick Freidson propone que el profesionalismo debería ser una especie de “tercera lógica”, distinta a la del mercado y a la de las burocracias y organizaciones públicas y privadas; una tercera lógica capaz de modular los excesos de estas dos grandes fuerzas sociales y culturales: mercado y gestión.
También me interesan mucho las ideas de Albert Dzur, que ha desarrollado el concepto de profesionalismo democrático: la actividad profesional sería un proceso que actuaría de intermediario en la instauración de la democracia deliberativa aplicable a lo que Amy Guttman ha llamado “las zonas intermedia de la democracia”: una amplia variedad de conflictos morales que no deberían ser resueltos por los órganos judiciales ni tampoco de conformidad a un modelo de agregación de intereses por simple votación o negociación y que, con mucha frecuencia, tienen que ver con la actividad de profesionales en campos como el derecho, el periodismo, la educación o la atención sanitaria.